Rosendo Tello: el poeta de las visiones que hizo música y luz de la lírica

Sus versos nacían de la exuberante imaginación y de un ritmo que brotaba en su interior con la fuerza de un manantial.

Rosendo Tello y Marcelino Iglesias, con el Premio de las Letras Aragonesas de 2005.
Rosendo Tello y Marcelino Iglesias, con el Premio de las Letras Aragonesas de 2005.
Javier Blasco/Heraldo

Rosendo Tello (Letux, 1931-Zaragoza, 2024) ha vivido en la poesía y en la música. Es difícil hallar en la lírica aragonesa, y aún nacional, a un poeta tan singular, marcado por la memoria de la tierra, Letux, por la mudanza de las estaciones al ritmo del sol y la luna, y por el constante afán de belleza y esa aspiración permanente hacia la luz. Sus versos nacían de la exuberante imaginación y de un ritmo que brotaba en su interior con la fuerza de un manantial y con la vibración del viento, la apetencia de perfección y la destilación rítmica de las sensaciones, de la emoción y del afán de transmutarse en palabra esencial y eufónica, rumorosa y cósmica.

En él, desde su primeros poemas, se percibía la huella de su infancia y adolescencia en Letux, el impacto de los olivares y esa rizada sombra de la que brotaba el misterio. Quiso ser siempre un poeta de la pura fabulación y de la destilación de las imágenes: en sus versos la poesía se hace melodía, temblor de pentagrama, transparencia de cristal y de campo abierto. Fue un poeta de las visiones, los abismos nocturnos, de la luna hechizada y de las estancias del sol. Como tituló uno de sus libros más hermosos y contundentes.

Solía decir: “Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado fueron mis poetas desde mis quince años. Me dejaron una huella imborrable. Después llegaron otros poetas: la Generación del 27, Guillén, Loca, Cernuda, Vicente Aleixandre, etc. Los poetas extranjeros, ingleses y alemanes, y entre ellos Rilke y John Keats han tenido mi predilección; de este último, pienso en sui ‘Oda a un ruiseñor’. Juan Ramón Jiménez es un poeta excepcional”. Y con ellos, estudiados una y mil veces, otros dos maestros: Miguel Labordeta, en cuyo colegio dio clases y dejó una huella de profesor exuberante y pasional -como recordaría Jesús Moncada, quizá su discípulo más famoso– y por supuesto Juan Gil Albert, al que dedicó su tesis doctoral y al que visitó en Valencia y recibió aquí en Zaragoza.

Era un poeta de estirpe simbolista. Supo mirar y exaltar el magisterio de sus padres (a los que dedicó muchos poemas), y fue capaz de trascender el paisaje, de asumirlo y de glosarlo con toda su riqueza y sus enigmas, sus dioses, sus pájaros (especialmente los ruiseñores); aspiró siempre a crear un reino propio, un continente particular que se pareciera a la arcadia, organizada por la música y su canto. Pero además, entre otras cosas, fue un poeta del amor. Amor a lo vivo, a los árboles, a los jardines, a los ríos, amor al lenguaje, que intentó domar con las metáforas más bellas y trabajadas, amor a muchos amigos (la amistad fue una de sus estímulos, y entre sus amigos esenciales, de casi una vida, figuraron José Antonio Labordeta, Emilio Gastón, José-Carlos Mainer, Manuel Forega, Pepe Melero, Adolfo Burriel, Tomás Ortiz, Ángel Guinda, su hermano del alma en el poema y la irreductible vocación poética; la lista sería inacabable), y ante todo, amor a sus hijos Isabel y Juan, y a su compañera Maribel Sánchez, que fue su esposa, su musa, su cómplice absoluta y también la voz sobrevenida e imprescindible, cuando el ictus le dejó mudo.

El autor de libros tan sugerentes y personales como ‘Paréntesis de la llama’, ‘Libro de las fundaciones’ ‘Meditaciones de medianoche’ y quizá una de sus obras más amadas como ‘Más allá de la fábula’, en los últimos años, publicó sus memorias en Prames y encontró en Chusé Aragüés a un cómplice que le publicó los poemas que redactaba con mucha dificultad, tras la terrible enfermedad, como ‘Apología simbólica del jardín’, entre otros.

José Antonio Conde le hizo una antología en ‘‘Compás y tierra. Antología poética (1959-2023)’, que ha publicado Los Libros del Gato Negro. Tello, que improvisaba de maravilla al piano, solía decir que el ejercicio poético había sido para él “una aventura personal que busca, mediante la interpretación del mundo exterior, su propia interpretación lírica y, al mismo tiempo, la búsqueda del elemento imaginativo de la tierra”.

Tras el ictus, como decíamos, siguió trabajando, hasta que poco a poco la enfermedad le fue debilitando. Encontré en el silencio un estado anímico inesperado. Confesaba: “He hallado de otra manera la voz del silencio. He aprendido que necesito hablar, pensar y sentir a solas. El silencio no es el silencio corriente, sino un silencio vivo y sensual. A lo lejos se oye sonar la belleza en el silencio. Cuando uno sueña en la noche, siempre en la noche y no en el día, la belleza se percibe en el silencio a la espera de sus imágenes”.

Las imágenes no dejaban de llegar. Y a menudo las recibía con una sonrisa, la que le vimos hace muy pocos días, y captó la cámara de José Miguel Marco, rodeado de libros y satisfecho de una obra personalísima, hermosa, rotunda. Dijo Antonio Pérez Lasheras. “Rosendo Tello es tal vez el poeta con mayor sentido rítmico que ha dado nuestra poesía”. Y Manolo Vilas también le quiso mandar su abrazo y su consideración: “Para mí es uno de los grandes poetas españoles de su generación”. Descanse en paz.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión