Pegatina y calambures
El pasado jueves, la vida (más bien la acción en comandita de Isabel y Vero, hadas madrinas organizadoras de cosas bonitas en el mundo cultural de Zaragoza) me condujo al Kiosko de las Letras en el Parque Grande José Antonio Labordeta. Comenzaba el Florece; a mí me tocaba charlar de poesía con Adrià Salas, de La Pegatina, un tipo grande en tallaje y cuajo escribano. Su libro ‘Harakiri en AOVE’ es un compendio de ocurrencias en verso que juegan con la idea de jugar, y juegan bien.
El mozo llena estadios y auditorios por medio mundo con su grupo desde hace dos décadas; así, está más que legitimado para buscar nuevas sensaciones creativas, sin que medie la menor intención de renegar de su grupo que (eso sí) se tomará un descanso escénico en 2025. “Este tío ha encontrado la fórmula de la felicidad”, pensé, arriesgándome en pleno escenario a perder el hilo de sus respuestas a mis propias preguntas.
Adrià explicaba su proceso creativo con los poemas y las canciones: no, no es lo mismo poemar para cantar que poemar por mor de la pulsión expresiva, o poemar por leer ‘El cuervo’ en la playa. De hecho, poemar no existe y lo sé, señores de la RAE, es poetizar, pero me apetecía usar la otra palabra, ñañañá. Pero eso, Adrià hablaba sonriendo, sonreían los de las primeras filas, y las de las segundas. Habló de música y de la vida, de lo que le interesa, de futuros proyectos musicales en solitario; agarró la guitarra, cantó media docena de canciones que la gente disfrutó un montón, me pasó música venezolana y dominicana y colombiana que había conocido recientemente y ya es un amigo para siempre ‘yuwilolgueisbimaifrén’, que dirían Los Manolos rumberos. Más gente así en la vida, por favor.
