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Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Ciencia de andar por casa 

Por qué el hielo es tan resbaladizo

Qué bien se desliza nuestra lengua sobre la superficie helada de un polo de hielo. Por fin empezamos a saber por qué. Nos merecemos un (helado) polo.

Polos
Polos de naranja y limón
Pixabay

El hielo es resbaladizo. Eso lo sabemos todos -de hecho, se sabe desde que el primer humano patinó sobre una placa helada-. Desde 1850 también se sabe que el motivo es que está cubierto por una película de “hielo líquido”. Y ahora, por fin, empezamos a saber por qué y cómo se forma aquella. Nos merecemos un (helado) polo.

Sí, ya sé que, a priori, parece que no toca hablar del frío hielo justo ahora en pleno verano, en la estación más calurosa del año (de uno ya de por sí muy caluroso según los registros que manejan las agencias meteorológicas). Pero la cosa cambia si se mira desde la perspectiva de lo bien que, por fortuna, se desliza nuestra lengua sobre la superficie helada de un polo de hielo recién sacado del congelador. Aclarada la pertinencia e incluso idoneidad del asunto, retomemos la cuestión de partida: ¿por qué el hielo es resbaladizo? 

La respuesta es porque su superficie está recubierta de una película de moléculas que se comporta, en muchos aspectos, como un líquido. Una película cuasi-líquida, tal como la refieren los científicos. 

Y esta película aparece incluso a temperaturas muy por debajo del punto de fusión del hielo: sin ir más lejos, en el caso de nuestro helado polo recién sacado del congelador, en una nevera doméstica este suele estar a -18ºC y la película de hielo se manifiesta a temperaturas bastante inferiores, algo de lo que podría dar fe cualquiera que se haya resbalado al caminar sobre una placa de hielo en alguno de esos lugares en los que las temperaturas invernales descienden hasta la friolera de -30 o -40 ºC.

Un fenómeno, éste de que se presente una película de agua “líquida” a temperaturas a las que no toca, denominado por los mismos científicos aludidos unas líneas más arriba como “prederretimiento” o “prefusión”.

Aunque en realidad esto no es novedoso. De hecho, ya en 1850 el insigne Michael Faraday propuso la existencia de dicha capa líquida para justificar el deslizante comportamiento del hielo (es de suponer que en gran medida porque en su Londres natal estaban bastante más familiarizados con el peligro que eso conlleva para la integridad física de las personas que caminan sobre él).

Lo que sí es una novedad es que, tras casi 200 años de misterio sobre por qué y cómo se forma esta película a temperaturas a las que en teoría no debería presentarse, una investigación efectuada por investigadores chinos ha arrojado luz sobre el tema. Y la explicación, en última instancia, tiene que ver con la energía superficial. Es decir, la (inversión de) energía que se requiere, que exige, formar una superficie en un sólido. 

Dicho así suena un poco raro, ¿no? Al fin y al cabo, todos los sólidos tienen una superficie que los delimita. Es algo consustancial a su naturaleza. La cuestión es que los átomos y/o moléculas que conforman el “interior” de un sólido están rodeados por todos lados por otros semejantes cuya presencia los estabiliza. Podría decirse que la presencia de estos vecinos es una disposición muy cómoda o ventajosa a la hora de mantener una posición fija dentro de la estructura tridimensional ordenada del sólido. 

Básicamente, al estar atrapado por otros átomos/moléculas en todas direcciones, apenas pueden moverse, por lo que quedarse en el sitio requiere muy poco esfuerzo. Es una situación energéticamente muy favorable. 

Pero la cosa cambia en lo que respecta a las partículas superficiales, que solo están estabilizadas o sostenidas en la estructura tridimensional por un lado, quedando el otro al descubierto, sin el sostén de sus semejantes. Una disposición, por tanto, menos favorable desde el punto de vista energético ya que implica que los enlaces que los mantienen sujetos a la estructura están más tensionados.

Esto es algo que podemos entender mejor recurriendo a un sencillo símil: imagínate que tienes que mantenerte quieto, en una posición fija y sin moverte. Si nos apoyamos sobre ambas piernas mantener la posición es muy sencillo y cómodo, requiere muy poco esfuerzo y cansa poco. Pero si tenemos que mantener la (com)postura a la pata coja, esto nos exige un esfuerzo mucho mayor. Tenemos que esforzarnos mucho más (invertir más energía) para mantener el equilibrio; y nos cansamos antes (consumimos más energía).

Pero antes también se ha dicho que la energía superficial era la responsable “en última instancia”. Expresión que da a entender que tiene que haber algo más. Y, en efecto, así es: el hielo puede presentarse de diversas formas, con las moléculas de agua dispuestas en distintas estructuras u ordenaciones. 

La más habitual en condiciones normales, por ser la más favorable energéticamente, es el hielo hexagonal. Que es precisamente la forma que constituye el interior de la masa de hielo. En el hielo hexagonal las moléculas de agua se disponen en capas de hexágonos dispuestas unas sobre otras. 

Sin embargo, los responsables de la investigación que nos ocupa han observado que la superficie del hielo está formada por dos tipos o formas y hielo diferentes: el hexagonal y el denominado hielo cúbico, donde las moléculas de agua se ordenan con una estructura interna como la del diamante (cúbica centrada en las caras). La clave para esta convivencia entre ambos tipos de hielo parece ser que la combinación de ambas estructuras es más favorable energéticamente en la superficie, lo cual compensaría en parte el factor energía superficial.

Y aquí llega el quid de la cuestión, porque no solo han observado esto, sino también que, en los límites o zonas de transición entre ambas fases, entre ambas estructuras, aparecen fallos o defectos estructurales. 

Las moléculas de agua de un lado y otro no se ensamblan perfectamente, sino que se produce un desordenamiento espacial. Y estas moléculas al no estar unidas a sus vecinas tampoco por uno de los lados (además de por “arriba”) se mueven más con respecto a su posición, están más deslocalizadas, es decir, una situación muy similar a la que se presenta en el agua líquida, con las moléculas unidas entre sí, pero con capacidad para desplazarse unas respecto a otras. Si retomamos nuestro símil de la pata coja, la ausencia de ese ensamblaje en el plano horizontal podría equipararse a que, además, nos atasen los brazos impidiendo que nos equilibremos con ellos, lo que inevitablemente hace que perdamos la estabilidad y nos desplacemos.

Más aún, la investigación también ha determinado que conforme aumenta la temperatura estas regiones desordenadas crecen de forma apreciable y se van extendiendo por toda la superficie, de tal forma que llega un momento -a partir de una temperatura aún muy inferior al punto de fusión- en que la práctica totalidad de las moléculas que constituyen la capa exterior están deslocalizadas y se comportan de facto como una película líquida que recubre el bloque de hielo.

Es momento de retomar el hilo argumental del inicio que nos sitúa en un verano caluroso con temperaturas muy por encima del punto de fusión que ponen en jaque la integridad y la naturaleza sólida del “interior” del helado polo que, desde hace un rato, sostienes en la mano sin chuparlo, hipnotizado por este fascinante artículo. Pues ya puedes salir del trance, antes de que todo él se licue.

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