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  • Luisa Miñana

Al calor de las canciones

Los Puturrú en 1985 en la portada del Suplemento Semanal de Heraldo
Los Puturrú de Fuá en 1985 en la portada del Suplemento Semanal de Heraldo
Pedro José Fatás

Como no pocos, supongo, de los lectores de este periódico tendrán o habrán tenido, durante bastantes años yo tuve una casa en Cambrils. Y todos esos veranos, cuando por la noche pasábamos junto a las instalaciones del Port Eugeni, he escuchado año tras año sonar las mismas canciones de verano amenizando la fiesta en el jardín.

Viejas y repetidas sintonías populares estivales, que van incorporando novedades al ritmo de las nuevas generaciones, aunque como producto comercial está claro que, con excepciones como la ‘Despechá’ de Rosalía hace un par de años, la canción del verano, de un tiempo a esta parte, ya no es lo que fue. Pasa algo parecido, por ejemplo, en Spotify o en Youtube, si se solicitan listas de canciones de verano: aparece el típico mix del año en curso generado por la plataforma en cuestión, pero sobre todo las recopilaciones que transitan a través de décadas, más o menos extensamente, entiendo que según la edad y la memoria de la persona que ha a(r)mado la lista: la percepción musical depende en gran parte de nuestra experiencia, porque las estructuras cerebrales que se encargan de las emociones también intervienen en el procesamiento de la música. En cualquier caso, cambian los géneros, pero trascienden en el tiempo los temas de las letras y el tono de la música, desde desenfadado a levemente nostálgico, abarcando el tobogán emocional que pueden ser las vacaciones.

Uno de los elementos que componen la memoria de nuestras vacaciones es la canción del verano. No será seguramente nuestra canción favorita, pero resultará difícil de olvidar. La moda de la canción del verano nació en Italia en los años sesenta

Explica Jordi A. Jauset (‘Neuromúsica’) que "las neuroimágenes muestran cómo al escuchar nuestras canciones favoritas se activan los circuitos de recompensa y se liberan una serie de neurotransmisores que son los que hacen que nos sintamos bien. Cuanto más nos gusta una canción, más aumentan los niveles de dopamina del sistema mesolímbico dopaminérgico" (perdón, quería ser precisa), o lo que viene a ser como una adicción, para entendernos. En las eternas listas de verano seguramente no estén nuestras canciones más íntimamente amadas (o sí), y, en todo caso, unas y otras cumplen una función diferente. Las canciones que personalmente guardo como más preciadas, mis favoritas, me ponen en contacto conmigo misma. Las canciones de verano las queremos para estar con los otros, para facilitarnos, a su ritmo, el camino del contacto con los otros, para fundir el tiempo pasado con el presente y conjurar una ilusión en el futuro que recomenzará en otoño. Para sentirnos bien, a pesar de todo. Son una ficción colectiva.

La canción del verano, como fenómeno social, surge, a mediados de los años 60, en Italia, que siempre se ha destacado por la espectacularidad y efectividad de sus ficciones: desde la gran arquitectura urbana y religiosa hasta la música, que convirtió en teatro a través de la ópera –por no entrar en más intríngulis–. En plena época pop, y como contrapunto del invernal Festival de San Remo, la Asociación Italiana de Fonografía creó el concurso ‘Un disco per l’estate’ (un disco para el verano), que pervivió desde 1964 hasta 2003. En España nos sumamos rápidamente y con ganas a este lío estival: en 1965 ‘La yenka’ triunfó por todo el país, y veinte años después, en 1986, un grupo aragonés, Puturrú de Fuá, fueron los reyes del verano con ‘No te olvides la toalla cuando vayas a la playa’. Pues eso, ya saben.

Luisa Miñana es escritora

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