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  • Luisa Miñana

Entre títeres y marionetas

Entre títeres y marionetas
Entre títeres y marionetas
Pixabay

Entre las cosas que solemos ver en internet con mi sobrino Daniel, cuando nos juntamos algunas tardes, está el teatro y especialmente el de títeres. Es una de las aficiones que compartimos, y disfrutarla juntos nos hace muy felices, nos inunda de endorfinas. Nos gustaría ir más a los teatros, pero para Daniel es un poco complicado.

En mi caso el apego atañe también a los propios títeres: sus estéticas preciosas, de lo bello a lo grotesco, su variedad de tipos y técnicas de manipulación, la riqueza de personajes: siempre conectados con una tradición cultural, algunos de ellos viajeros por diferentes geografías, casi inmortales depositarios especulares de la naturaleza humana, de nuestra relación mágica con lo inanimado, de la ancestral querencia del conocimiento por el ritual y la ceremonia, del movimiento en sombra de los primeros hombres que proyectaron la suya al contraluz del sol y dialogaron con ella como si fuera otro.

Atesoro un pequeño número de marionetas, que han ido llegando a casa con algunos de los viajes de vacaciones propios, y también de amigos generosos. El primero fue el cartero del Imperio Austrohúngaro, una marioneta de hilos que compré en un mercado de Praga: las marionetas son souvenir destacado en la capital checa. La elegí entre otras decenas por el carácter tan cotidiano, casi invisible, pero imprescindible de la tarea que representa; todo un símbolo. Regalo de unos amigos fue un adusto daimio japonés, que seguramente añora el esplendor del periodo Edo del que parece provenir, y que siempre me ha infundido cierto temor, al igual que el antiguo guerrero birmano de madera, procedente de la tradición de títeres nacional Yoke Thay; viajó en la maleta de una amiga desde Myanmar. Otros amigos trajeron consigo desde Túnez al pupi que representa un sarraceno en lucha contra los cruzados. La mitología y las leyendas siempre crecieron entre el fuego bélico. Así somos. Y las marionetas disimulan mal.

Siempre conectados con una tradición cultural, los títeres son casi inmortales depositarios especulares de la naturaleza humana, de nuestra relación mágica con lo inanimado, de la ancestral querencia del conocimiento por el ritual y la ceremonia

Completa indumentaria guerrera medieval porta el Orlando que compré en un pequeño taller del centro de Palermo, junto a un teatrillo de cartón. Es un Orlando furioso también, pero enamorado, al menos. La Opera dei pupi siciliana es desde 2001 Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. De ella provienen los pupi tunecinos, por cierto. Recuerdo con pena que no fui nada feliz aquel verano del viaje siciliano, aunque no fuera a causa de haberme encontrado cerrado el Museo de las marionetas de Antonio Pasqualino, aunque en algo también contribuyó tamaño contratiempo.

Mejores sensaciones siguen llegándome desde el verano de 2008, aquel en el que buena parte del mundo vino, literalmente, a la puerta de casa, encarnados en sus pabellones en la Expo de Zaragoza y en algunos títeres. Me enamoré de dos marionetas indonesias, cuyo teatro tradicional recibe el nombre de Wayang (sombra, como al principio de los tiempos): una de varillas, la mujer refinada que participaba en los espectáculos de wayang golek, y un demonio de madera plano y articulado, propio del wayang klitik.

Años antes, muy cerca del solsticio de verano, en Bretaña, encontré a Pinocho en el taller de un artesano de la madera. En casa le gusta descolgarse por las estanterías entre los libros de literatura.

Luisa Miñana es escritora

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