Opinión
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Por
  • Toni Losantos

Fango

Las carpas han quedado desplazadas y limitadas a unos pocos metros con algo más de profundidad
Fango
m.f.

Mucho se habla del fango. ‘Fango’, vaya sustantivo eufónico, con su verbo parasintético ‘enfangar’. No quedan lejos de ‘barro’ y ‘embarrar’, pero estos últimos ya parecen antiguos, de la penúltima ola política (ay, la política, que todo lo embarra). 

Más viejo aún, más viejuno, el terco refrán: de aquellos polvos, estos lodos. Lodo, barro y fango, trinidad semántica dominante en el discurso.

Prescindiendo de la mirada retro sobre los provechosos baños de lodo de algunos balnearios –mítico el de La Toja, más cerca Paracuellos de Jiloca–, peloides termales que marcaron tendencia hace cien años, la presencia del fango viene ensuciando los papeles de estas últimas semanas. Si hay calima, ya se sabe: llueve tierra.

Desde ese fértil palacio madrileño donde todo es maleable se habla con intensidad de la ‘máquina del fango’, que es instalarse de un salto en la metáfora. ¿Eran los afamados alfares turolenses una fábrica de fango? Probablemente sí, de un modo literal y ventajoso. La arcilla, roja como la carne viva, convertida en cántaro o en teja, cuánta nostalgia de la utilidad.

El fango que corre por los medios es otro. En un país aficionado al chisme –tan nacional como la tortilla española, hablar a voces, morirse de envidia o considerarse incomprendido–, el fango transita por despachos, redacciones y conversaciones más rápido y más humectante que si fuera solo agua clara. Y lo mejor de todo –porque lo mejor siempre son las paradojas– es que este fango corre con singular soltura en los medios digitales, que son incorpóreos: el fango masajeando la nada.

Lo malo de la situación no es el fango, sino la diabólica afición a las metáforas. El personal habla con emoticonos y los mandarines con metáforas, que debieran pertenecer solo a los poetas. O, con permiso, a los columnistas.

Desembalsaron Santolea y los fangos –los pantanos de la cuenca acumulan otro Delta en potencia– se instalaron en el precario embalse de Calanda, río abajo, anegando parajes como Los Fontanales, que ahora es un erial de arenas movedizas. Hasta las nutrias se han ido, de tanto fango, este sí, irrespirable.

Toni Losantos es profesor de Instituto en Teruel

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