Opinión
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  • Fernando Sanmartín

Barra de bar

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Pixabay

Los dos pertenecen a familias con dinero y abolengo. Y son muy conscientes. Ella va a cumplir treinta años y estudió un máster de Finanzas en una universidad americana. 

Su cuerpo, si lo describo a lo cursi, es una cálida mañana de abril, pero da miedo cuando convierte las pistas de pádel en campo de batalla donde actúa como un caimán. Él estudió arquitectura en Chicago. Le enseñaron que hay edificios monótonos y los hay que son un mensaje audaz. Aunque aprendió que la diferencia entre un monje y un charlatán está en los gestos. Va al gimnasio como un adicto al aguardiente. Por eso, sus músculos parecen esculpidos por un escultor renacentista, que luce cuando se lanza a las aguas del Mediterráneo, en mañanas con sabor a vermú y aceituna, desde el yate de uno de sus tíos.

Los dos hablan varios idiomas, creen que la izquierda es un pintalabios usado, utilizan como pancarta ropa de alta gama y sus relojes de muñeca valen lo mismo que un crucero por el Báltico.

Lo llamativo es que se quieren como no habían imaginado. Y le dan la razón a un poeta, Machado, al que nunca han leído a pesar de que les digo que lo hagan, porque fue quien escribió que “en amor locura es lo sensato”. Han organizado su boda en una finca de Toledo, inmensa, en la que el ciervo será servido en bandejas de mármol y el jamón ibérico se convertirá en surfista que te lleva al asombro. También han cerrado su viaje de novios a Sri Lanka, Japón y Nueva Zelanda. Pero cuando vuelvan será el momento, y no resultará fácil, de desvelar un secreto. Se van a montar un bar en el casco viejo y han decidido, ambos, durante una temporada, atender la barra.

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