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  • Andrés García Inda

Identificaciones

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M. STUDIO

Cuando mi amiga M. viajó por primera vez a Estados Unidos, al rellenar el impreso de entrada en el país, en el apartado relativo a la raza marcó la casilla de caucásica, como había hecho su marido. En el control del aeropuerto, sin embargo, y a la vista de su tez algo más morena, el policía corrigió el impreso y puso que era latina. 

Vaya usted a saber qué es lo correcto, ya que el concepto mismo de raza es bastante complejo, aunque, como podría decirse de la juventud o la vejez, que no sepamos exactamente dónde empiezan ni dónde terminan no significa que no haya diferencias. De ahí la necesidad de buscar criterios objetivos u objetivables de identificación, que no dependan tanto de la interpretación del agente de turno y que puedan ser intersubjetivamente utilizados. Algunos de esos criterios pueden ser ridículos (como el pantone que usaba el funcionario de fronteras en la serie ‘Family Guy’) y casi todos son algo arbitrarios, como la edad, lo que no quiere decir que sean necesariamente irracionales. Lo problemático es la atribución de derechos que a veces acarrean esas diferencias.

Para tener algún sentido en la relación interpersonal y en el trato administrativo, las características que definen la identidad de las personas tienen que ser objetivables en alguna medida

Hay otros aspectos de nuestra personalidad que pertenecen más a nuestro fuero interno (creencias y opiniones, querencias y gustos...) y que pueden variar, por lo que resultan más difícilmente objetivables a efectos administrativos. Pero incluso en estos casos se entiende que estamos socialmente condicionados y que hay (o debe haber) una relación entre lo que pensamos o decimos que somos, y lo que mostramos y hacemos. En nuestro tiempo, sin embargo, caracterizado por un nuevo gnosticismo, se tiende a disociar esas dimensiones de nuestra personalidad, como si lo que somos sólo dependiera de lo que sentimos o pensamos. Lo objetivo es lo subjetivo. Lo único real, te dicen, es lo que sientes.

Un ejemplo palpable lo encontramos en la definición legal de la identidad sexual, entendida como "vivencia interna e individual del sexo tal y como cada persona la siente y autodefine, pudiendo o no corresponder con el sexo asignado al nacer" (art. 3 Ley 4/2023), y en la consideración de esa vivencia (subjetiva y variable) como único criterio de identificación administrativa, al margen de cualquier otro dato de carácter objetivo (u objetivable), ya que la rectificación registral de la mención relativa al sexo no puede condicionarse a ningún informe médico o psicológico, ni a la apariencia o función corporal de la persona, ni al cambio de nombre. Y cuestionar de alguna manera esa autodefinición puede tomarse no solo como una falta de respeto sino incluso como una agresión.

En nuestro tiempo, sin embargo, se tiende a asociar la identidad a la pura subjetividad

Según datos del Ministerio de Justicia, 5.139 personas acudieron en 2023 al Registro Civil para cambiarse de sexo, cuadriplicando las cifras del año anterior. En la mayor parte de los casos (más del 60%) se trata de hombres que pasan a ser legalmente mujeres. Según alguna información periodística, muchas de esas solicitudes (hasta el 40%) podrían ser fraudulentas (tendrían como único objetivo poder disfrutar de las ventajas que les acarrearía la nueva identidad sexual). Pero en realidad, a la vista de la regulación, lo que la ley ha hecho es eliminar la noción misma de fraude legal, puesto que no es posible contrastar objetivamente la manifestación subjetiva de esa vivencia. Y cuando nada es un fraude todo lo acaba siendo. La aparente disolución de las diferencias no hace más que ocultarlas, contribuyendo así a su consagración.

Andrés García Inda es profesor de la Universidad de Zaragoza

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