Mejillones y chocolate
Lo llaman sonido submarino. Es literalmente eso, sonido bajo el agua, marina, fluvial o piscinera: oyes al que habla fuera, pero si tus pabellones auditivos están sumergidos, las palabras son ininteligibles. Oyes como lo hacía Pequeño Ayudante de Santa Claus, el perro de los Simpson, hasta que finalmente aprendió la palabra “siéntate” gracia a la persistencia de Bart.
Estamos en elecciones, unas que no nos preocupan mucho porque hasta los más fervientes defensores del “tu voto importa” tienen la percepción de que nuestras voces como individuos son aún más insignificantes ahora.
Nuestro voto mandará unas cuantas personas a Bruselas. Estamos en la semana final de la campaña;los mítines, aunque se desarrollan sobre la superficie, tienen sonido submarino. Soflama, pulla a diestro, soflama, enardecimiento de la masa (Bruce Banner, cuando se enardecía, mutaba en gigante radiactivo, rompía la camisa y se ponía verde: a veces pasa en los mítines), pulla a siniestro, aullido, más decibelios en el remate, sonrisa, banderitas y musicón. Los compañeros y compañeras que se benefician del guiño de las urnas acaban en el mundo de los mejillones (molan los moules con frites, mucho), el chocolate riquísimo, Tintín y las flores de Gante.
Votemos, otros lucharon porque podamos hacerlo. Luego ellos, los de las siglas, harán sus componendas: Europa es un castigo bien pagado (como el fútbol saudí después de aspirar a la Champions), un premio si es tu techo político y eres soldadesca fiel que ha sudado la camiseta, un cementerio de elefantes o, incluso, un modo de eludir la justicia, como el Iznogud de Waterloo que anda cabildeando su silla en el retorno al hogar. Y ojo: el democrático sigue siendo el sistema menos malo para manejarnos en la vida con cierta sensación de libertad.
