De regreso a Port Lligat
¡Cuánto hablan las estanterías de un salón! No se callan y es lógico, porque casi siempre están llenas de libros o discos. Nosotros tenemos una muy sueca (ya saben, salida del laberíntico lugar de las flechitas) en las que se alterna la palabra hablada con la cantada.
Mandan las compilaciones del ‘Macanudo’ de Liniers, y los clásicos: Gloria Fuertes, Huxley, Prince, Vainica Doble... Hay algunas tazas de viajes (incluyendo una media taza que dice "«estuve en Las Vegas, me arruiné y solo pude comprar media taza"), flores secas, caramelos de dos comuniones en cajitas geminadas de latón, dos fotos sin marco, una máscara veneciana, un mapamundi, un reloj blando de Port Lligat, una figurita de Woody Allen y otra de Bender el de ‘Futurama’ y una bola del mundo pequeñita que se ilumina, aunque nunca la encendemos.
El mundo está mate en nuestra casa, con África a la vista y las islas Marshall castigadas contra la pared. El sol brilla con la suficiencia retadora del que se sabe con el control de la situación, aunque en julio también haya días de rasca por la noche. Me viene a la cabeza el protocolo de Kyoto y lo poco que preocupa al futuro presidente gringo, y como las ocurrencias no se gobiernan pienso que Broto y Oto son primos lejanos de Kyoto, bonitos los tres, dos muy junticos: habría que conocer el otro antes de que la pereza lo impida.
Pienso en una clepsidra, en el paso inexorable del tiempo y en la lógica fónica de que su inventor fuese un asturiano con los dedos largos; luego me viene a la cabeza que esa idea de ‘fireman’ es un palabarismo que se le podría haber ocurrido a Max Aub, Mariano Gistain o Michel Gracia, que acuñó el término: ahí es nada. Y bueno, mañana es martes, si nadie lo impide.
