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  • Juan Manuel Aragués

Se me ha muerto Fernando Bolea

Fernando Bolea, X y Juan Manuel Aragüés, una larga amistad que se remonta a los días del colegio.
Fernando Bolea, Claudia Aragüés y Juan Manuel Aragüés, una larga amistad que se remonta a los días del colegio.
Archivo Juan Manuel Aragüés.

Como dice mi colega José Luis López de Lizaga en su magnífico libro ‘Almería. Sobre la muerte y el duelo’, escrito con ocasión del fallecimiento de su padre, cuando alguien muy cercano, a quien queremos, muere, usamos una extraña forma reflexiva para expresar lo profundamente que nos ha tocado ese acontecimiento. Por eso, efectivamente, diré que se me ha muerto Fernando Bolea.

Perdonen que no vaya a hacer un elogio del deportista, del atleta olímpico que en aquellos Juegos de 1992, en Barcelona, ocupó el extremo izquierdo de la selección española. Perdonen que no haga la glosa de quien militó en aquel fantástico equipo que era el Elgorriaga Bidasoa, campeón de campeones, en el que los nombres de Bogdan Wenta, de Olalla, de Gislasson, se unían a los de un extremo cuyos tics nerviosos, que le acompañaron toda la vida, no desmerecían su eficacia anotadora. No voy a hablar de ese entrenador que buscó fortuna en Italia, en Guadalajara, en Irún, en Zaragoza, y cuyos éxitos y méritos siempre fueron cercenados por los cutres que campan en los despachos de nuestro deporte. No, no voy a hablar de eso, porque está a golpe de clic, cualquiera puede conocer la enorme valía de Fernando Bolea como máximo exponente del balonmano aragonés.

Yo voy a hablar, simplemente, de Fernando, de Nano, de mi amigo, con el que compartí colegio y equipo, Corazonistas, durante más de una década. Fernando y yo crecimos agarrados a un balón de balonmano y ese balón, junto con los recreos compartidos y las clases, forjó un vínculo de esos que pocas veces se repiten en una vida. Cuando, tras la noticia de su muerte, he mirado las fotos de aquellos años de colegio, fotos de sectores, de campeonatos de España, incluso de un campeonato del Mundo de clubes en Sicilia, compruebo que rara es la foto en la que no estamos juntos. Quizá en alguna pueda traicionarle colocándome al lado de Antonio Martínez, o que él lo haga acercándose a su hermano Jesús, pero un hilo invisible parecía unirnos en todo momento.

Lo mejor que se puede decir de Fernando es que era una buena persona. Es cierto, las buenas personas no salen por ello en los periódicos. Y si Fernando se hizo famoso no fue, evidentemente, porque fuera bueno, sino por su condición de deportista de élite. Pero, insisto, lo mejor que se puede decir de alguien, a mi modo de ver, es que es una buena persona. Cuando falleció mi padre quise que en su lápida apareciera ese verso de Machado, su 'Autorretrato', en el que dice aquello de que “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Y Nano, como mi padre, era bueno, muy bueno. Y en esta época de maldad, de odio, en el que gente verdaderamente perversa, atenta siempre a pisotear a los demás, se infiltra en las instituciones para pudrirlas y regresarnos a lo más siniestro de la historia de la humanidad, es todavía más pertinente celebrar a una persona buena.

Y Nano, como mi padre, era bueno, muy bueno. Y en esta época de maldad, de odio, en el que gente verdaderamente perversa, (...) es todavía más pertinente celebrar a una persona buena

Cuando recuerdo a Nano, me vienen a la cabeza aquellos entrenamientos en los que me pedía que le explicara Filosofía y, entonces, nos poníamos a correr en paralelo mientras yo le hablaba de Descartes y su cogito y él, aplicadamente, repetía lo que yo le explicaba. Es curioso que, más que jugando, a pesar de los miles pases que debimos de intercambiar, de los pases “de lateral a lateral” que nos exigía Paco Poblador, o los cruces que nos enseñó Alfonso Mateo, nos recuerdo charlando, tras la selectividad tumbaos sobre la hierba en la plaza de los Sitios, o en el camping Pirineos de Santa Cilia de Jaca, donde yo veraneaba y adónde le invité en alguna ocasión.

Fernando Bolea se eleva con el balón en las manos y se le opone Juan Manuel Aragüés.
Fernando Bolea se eleva con el balón en las manos y se le opone Juan Manuel Aragüés.
Archivo J. M. Aragüés.

Por desgracia, nuestras últimas conversaciones se tornaron mucho más complicadas. Una vez declarada la enfermedad, ese Alzheimer que se empeñó en trabarle la lengua, hace dos navidades, paseábamos por Zaragoza mientras se afanaba en buscar palabras que ya no acudían a su boca. A mí no me importaba, cambiaba de tema, pero veía el sufrimiento en su gesto. Sin embargo, me queda la alegría con la que me decía Cristina, su mujer, que acogía mis propuestas de pasear juntos en aquellos días. Al parecer, cada vez que llamaba por teléfono a casa de su madre, a escasos cien metros de la mía, y planteaba la posibilidad de que diéramos una vuelta, se le iluminaban los ojos y se levantaba de inmediato. No puedo tener mayor recompensa.

Un balón en su mano, una pista, unas niñas alegres por la visita, dibujaron en su rostro una enorme sonrisa. Y esa es la sonrisa que me acompaña, la del hombre bueno, la de mi amigo, al que ahora ya sólo me queda echar de menos.

Mi último encuentro con Nano (por cierto, él a mí me llamaba Juanito, cosa que no hace nadie) me dejó una gran alegría, mezclada con una cierta amargura. He tenido la suerte de reencontrarme, de manera inesperada, con el balonmano. Mi hija pequeña decidió hace tres años que quería jugar, nada menos que de portera, para mi enorme sorpresa. Y tuve la feliz idea de dirigirme al club balonmano Colores, del que tenía referencias por su magnífica labor social y deportiva. Claudia, mi peque, comenzó a jugar y yo volví a disfrutar del balonmano. Y se me ocurrió la idea de proponer a Nano que bajara a un entrenamiento y saludar a las niñas del equipo alevín de Claudia. Fue un momento muy especial, a pesar de que la conversación de Nano, por momentos, resultaba indescifrable. Pero un balón en su mano, una pista, unas niñas alegres por la visita, dibujaron en su rostro una enorme sonrisa. Y esa es la sonrisa que me acompaña, la del hombre bueno, la de mi amigo, al que ahora ya sólo me queda echar de menos.

Siento orgullo por Fernando Bolea. Por lo que hizo por el balonmano aragonés, aunque hubo quienes se empeñaron en no reconocérselo. Por su papel en el balonmano español. Pero siento orgullo por mi amigo, por su bondad, por su mirada limpia, incluso cuando me confesó, junto a su mujer Cristina, que le ha acompañado con todo el amor del mundo, que le había tocado una desgracia y que no quedaba otra que asumirla. Una bondad que le ayudó a aceptar un destino trágico que tanto nos ha hecho llorar. Ha muerto una gran deportista, cierto, pero sepan que ha muerto una magnífica persona.

* Juan Manuel Aragüés Estragués es Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. 

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