Opinión
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Fotografiar la belleza para superar el horror

Fotografiar la belleza para superar el horror
Fotografiar la belleza para superar el horror
POL

Ya hace treinta años, pero parece que fue ayer. En julio de 1994 pasé dos semanas en Goma (República Democrática del Congo) viendo morir literalmente a miles de ruandeses en plena epidemia de cólera. 

Tras el genocidio de los tutsis, que duró apenas un trimestre escolar entre abril y junio, más de un millón de hutus (muchos de ellos participantes en las matanzas de sus vecinos) atravesaron la frontera y quedaron varados en una tierra de nadie, donde apenas había unos cuantos hoteles de lujo para turistas que querían visitar a los gorilas del parque nacional Virunga, y una aldea de chamizos.

Empezó la epidemia y muy rápidamente se propagó por los campamentos de refugiados donde no había agua y pronto se agotó el suero. Los trabajadores humanitarios lloraban sin saber qué hacer. Me acerqué a uno de ellos para que me diera una botella de suero y me confesó entre lágrimas que se había acabado. Su sentencia me horrorizó aún más: "Todas estas personas van a morir en horas".

Tengo secuencias de imágenes dramáticas: la persona me mira en el primer fotograma, agoniza en el segundo y muere en el tercero. En apenas unos segundos la muerte desplaza a la vida para siempre. Llegué a ver 3.000 cuerpos sin vida acumulados en apenas un par de kilómetros. De cuando en cuando, eran recogidos en camiones y se lanzaban al fondo de fosas de varios metros de profundidad y centenares de metros de largo. Los cuerpos de adultos y niños, incluidos bebés, rebotaban al chocar contra otros como si fueran maniquís.

Los días posteriores a mi regreso de aquel infierno fueron estremecedores. Me costaba conciliar el cielo y me despertaba cubierto de sudor, atenazado por la incertidumbre y el pánico. Por suerte, viajé pronto de vacaciones a Siria y pasé tres días en Palmira, a 45 grados de temperatura, fotografiando la belleza de aquel lugar mítico, el único antídoto que encontré para superar el horror.

Como un autómata, dedicaba doce horas al día a buscar encuadres bonitos. Mi pareja fue incapaz de sacarme dos párrafos coherentes. Al tercer día me desmoroné y le confesé llorando que me era imposible cerrar los ojos sin que apareciesen aquellas imágenes terribles y que el nauseabundo olor a muerte no desaparecía de mi olfato.

Aunque llevaba muchos años cubriendo guerras y tragedias desde principios de los años ochenta, entre 1992 y 1995 pasé más tiempo en Bosnia-Herzegovina, Ruanda, Burundi, Somalia, Sudán, Congo, Liberia que en mi casa. Guerras en las que se matan a los vecinos y a los amigos sin pestañear, reconvertidos en enemigos por la propaganda y la mentira.

Me creía invencible, capaz de aguantar las situaciones más dramáticas y superarlas sin secuelas. Hasta que un año después supe que estaba sufriendo estrés postraumático y entendí que todo tiene un límite. Desde entonces he intentado equilibrar mi balanza anímica regresando a los mismos lugares donde vi matar cuando, por fin, se ha impuesto la cordura y la paz aunque sea de forma transitoria. He buscado historias que me permitan seguir creyendo en el ser humano, que tiene tendencia a desarticularse mentalmente cuando todo se desmorona y aparece la costumbre de matar.

Es difícil encontrar comportamientos heroicos en medio de una bacanal de violencia. Lo fácil es seguir la corriente impuesta por los que tienen el poder y las armas. Creemos que nosotros nos negaríamos a cometer atrocidades. Pero llevo cuatro décadas asistiendo al comportamiento más descorazonador del ser humano cuando desaparece la empatía y la piedad. Preferir morir a matar en una guerra es algo que apenas ocurre. Lo habitual es lo contrario.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Gervasio Sánchez en HERALDO)

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