Un catarro ha colonizado mi cuerpo. Malamente, diría Rosalía. He pasado la enfermedad, pero me ha dejado hecho unos zorros. Ando todo el día agotado. Ayer, extenuado tras la jornada de trabajo, me subí al autobús. 

No había acabado de sentarme en un asiento reservado a ancianos y embarazadas, cuando advertí que un revisor de la empresa de transporte me miraba con cara de pocos amigos. Como no me sentía capaz de demostrarle que estaba convaleciente de un resfriado salvaje, cuando llegué a mi destino me levanté renqueando. Al abrirse las puertas, observé que él también se bajaba por la posterior. Así que continué disimulando hasta perderlo de vista. Una vez recuperada la normalidad en mis andares, seguí vigilando por si reapareciese y tuviera que recuperar de repente la discapacidad.

Esta mañana, me he vuelto a montar en el bus para acudir al trabajo. Nada más pisar la plataforma, he cojeado por si quedara libre algún asiento de los reservados. Una chica se ha levantado y, aunque me he sentido un impostor, me he sentado dándole las gracias. Al bajar (fingiendo, por supuesto), me han entrado remordimientos y he seguido cojeando, pero ya como descargo de conciencia.

El caso es que entre unas cosas y otras llevo media mañana arrastrando la pierna. Ahora acabo de entrar en el ambulatorio para preguntarle al médico por qué me siento tan cansado. ¡Qué casualidad! En la abarrotada sala de espera está el dichoso revisor del bus, que me observa con recelo. Por si acaso, acentúo mi fingida discapacidad, pero nadie me cede su asiento. Aunque no podré mencionarle al médico mi cojera, so pena de que me tome por loco, entro en la consulta renqueando.

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