Cuando me fijé en ellos, estarían a quince metros. Uno seguido del otro, venían por el centro del paseo en sendos escúteres eléctricos, manejando hábilmente los manillares para esquivar a la gente. Avanzaban con la urgencia, los reflejos y el desparpajo de la rabiosa juventud. Ambos vestían relucientes camisetas blancas y gorras azules de visera.

Al pasar junto a mí, confirmé que eran dos chavales de unos veinte años, guapetones, bien afeitados, de cabello muy corto y rubio. A primera vista, parecían dos turistas escandinavos. Sin embargo, algo desmentía esta grata condición, y cualquier otra que tuviera que ver con disfrutar de un viaje o de unas vacaciones.

Ciertamente, ese algo desmentidor no era, ni mucho menos, que a ambos les faltaran las piernas –a uno, desde la mitad de los muslos; al otro, desde las ingles–, sino la determinación, la gravedad, el susto y el desconcierto que aprecié en sus rostros y en sus miradas. Me pareció que la bestia que había mutilado a aquellos jóvenes seguía haciendo mella también en sus ánimos.

En ese instante, conmovido, me vino a la mente mi hijo, que no tardará mucho en cumplir la edad de esos chicos y cuyo plan de vida no supongo muy diferente al que ellos tenían hace poco tiempo. E imaginé a los seres queridos de estos, a sus familiares, a sus amistades, a sus amantes, dando por hecho que todas esas personas también estarán de algún modo tullidas.

Mientras los veía dirigirse veloces hacia el centro de la ciudad, de repente, la guerra de Ucrania, de la que ahora se habla menos, pero que no deja de avanzar, me pareció cercana. Aquellos dos pilotos de escúter, que desaparecieron entre gente confiada, me recordaron que somos la retaguardia de un contendiente y que el monstruo está a las puertas.

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