Opinión
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  • Julio José Ordovás

Calor y calorina

Jornada de calor en Zaragoza
Jornada de calor en Zaragoza
Toni Galan

En Aragón, cuando aprieta el verano y el sol saca las uñas, distinguimos entre el calor y la calorina. El calor se mitiga con una cerveza helada, con una rodaja de melón, con una siesta a la sombra de un chopo o con una zambullida en el agua quieta y clara de una poza. 

El calor despierta y excita todos los sentidos, potencia y afila nuestra percepción de cuanto nos rodea: piedras, árboles, pájaros. No hay nada más revitalizador que esos rayos de sol que te golpean la cara tras colarse entre los árboles pidiéndote a gritos que disfrutes de ellos. Quizá Cesare Pavese pensara en esos benditos rayos de sol cuando escribió que nadie muere en verano.

El calor, sí, es humano. Pero la calorina no. La calorina es inhumana. La calorina es una lengua de fuego que te abrasa el cerebro y te achicharra el alma. La calorina te embota los sentidos y te nubla el entendimiento. No te deja respirar ni pensar ni dormir y acaba despertando tus instintos asesinos. Fue un día de calorina, no lo olvidemos, cuando estalló la Guerra Civil.

Todas las mesas de la terraza del bar donde me he sentado a escribir este artículo están llenas. Hay mesas de rumanos, mesas de latinos, mesas de árabes y mesas de españoles. Pero no se mezclan. Conviven sin mezclarse. Quizá piense en eso Suyin cuando atiende a unos y a otros con su bandeja y su sonrisa servicial, aunque lo más probable es que Suyin no piense en nada más que en la calorina.

Le pido otra cerveza a Suyin, levanto la vista del cuaderno y contemplo el que debe de ser el balcón con los geranios más grandes y más hermosos de Zaragoza. Son unos geranios rojos espectaculares. Sobre ellos resplandece el azul del cielo, un azul católico, zurbaranesco, enloquecedor. 

Julio José Ordovás es escritor

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