Opinión
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¡Brrrrmmm!

Una barredora, el domingo en la calle del Temple de Zaragoza.
¡Brrrrmmm!
Francisco Jiménez

El ruido es necesario para que funcione la vida social y prospere la economía. El ruido ya suple con creces al trabajo (pues hacer ruido consume mucha energía); en sociedades apampladas rige la creencia de que cuanto más estrépito más PIB se genera. 

Los vehículos silenciosos son fantasmales, te atropellan y no te das cuenta. A veces te atropellan la sombra… te rozan y sólo te mueres del susto. El prestigio del ruido es incuestionable. Por eso las autoridades, si es que existen, contratan barredoras que emiten unos decibelios de cohete espacial... para que se vea que hay actividad, frenesí, gasto. De hecho, la prueba de que hay autoridades de carne y hueso y no una IA es el desfile de vehículos atronadores que se persiguen unos a otros. Con todo el dinero que destina Europa para eliminar la tufarra y los bramidos y no hay forma de que llegue de facto a los hechos. Las barredoras ruidosas son más caras que las silenciosas así que la función del ruido no es ahorrar sino agitar y hacer nervios para atraer inversiones que exclamen: ¡Oh, cuánta actividad! Conseguir barredoras estentóreas en estos tiempos de lucha contra el CO2 es cada día más difícil (incluso ilegal), pero ahí están las esforzadas autoridades de todo rango compitiendo entre sí a ver quién contrata máquinas más ruidosas para despejar la soñarra a propios y turistas, que se hacen selfies ante estos fósiles de Mad-Max y se olvidan de los monumentos que a su vez se caen a pedazos gracias a la formidable trepidación, aliada de la piqueta: si no hubieran derribado la Torre Nueva de Zaragoza se caería ahora por el seísmo permanente las barredoras igual que caen cascotes de las torres del Pilar. La confianza de las instituciones no se recupera a fuerza de ruido. ¿O sí?

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Mariano Gistaín en HERALDO)

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