Debe ser consecuencia de la pandemia, aunque hay covid por un tubo, o del crack del año ocho, que aún colea cual dragón de siete colas. Debe ser por lo que sea, a saber, pero la fiebre fiestera arrecia por minutos. 

Aparte de las celebraciones estándar los cumpleaños y fiestas sorpresa se convierten en bodas y ya se sabe que las bodas ahora han de durar más que la propia pareja, así que se puede dar el caso de que ya se haya disuelto el vínculo o contrato y la fiesta siga. ¡Apártense vacas!, era la expresión de García Márquez en “Cien años de soledad” para decretar la parranda aún más interminable. Aparte fiestas y saraos diversos cualquier día las calles y plazas con sitio conquistado para veladores rebosan de espuma y verbeneo. En los pueblos la fiesta continua mientras duran las ídems siempre ha sido un básico, el bombo atronador y el bafle alquilado no paran hasta que revientan y las charangas circulan para conjurar los amaneceres, que se y se confunden juntan con la noche. El privilegio de la seguridad –siempre relativa pero mejor que en la mayoría de lugares– y el clima atraen oleadas masivas de turistas y emigrantes que empujan el pib y colman la paciencia y la resistencia de tantos nativos abrasados. El horrísono fragor de las barredoras contratadas directamente en el infierno y otros artilugios municipales, amén de los furgones que aparcan y dejan el motor en marcha mientras se recuece la parroquia y los funambulistas patinadores que serpentean a toda batería por entre los viandantes y sus maletones abigarran la muermera hispana de otros estíos. Quien no está entregado a la fiesta selfíaca se refugia en el ascetismo del móvil y sus auriculares y el páramo eólico y solar donde aún afloran bombas de la última trifulca espera la próxima burbuja… que será una macrofiesta.

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