El lío de las identidades
Nada más nacer, antes de nada, se nos coloca en la muñeca una pulserita con nuestro nombre. Esa primera identidad no la elegimos nosotros mismos. Son los otros quienes nos identifican.
Para empezar, nuestros padres. En cuanto tenemos uso de razón, empiezan a grabarnos en la incipiente memoria nuestro nombre: "Jorge. Te llamas Jorge".
Cuando creces, empiezas a preguntarte por qué eres Jorge y no, por ejemplo, Jordi o George. La razón, si arraiga en ti, acaba confirmándote que la identidad es una ficción que nos acabamos creyendo a base de excluir a los demás: "Jorge Pérez García soy yo y solo yo". Es algo ficticio, una convención, pero útil. El problema surge cuando algún listo utiliza las identidades colectivas para lograr poder.
Lo cierto es que una caterva de políticos populistas y ultranacionalistas han conseguido situar en el epicentro del debate social los conflictos de identidad sustentados en el sentimiento de rechazo al otro, al diferente, al que tiene otra raza o religión.
El actual auge de la extrema derecha en Occidente se basa en que, según ellos, se está diluyendo la identidad nacional. Lo veremos hoy mismo con nuestros vecinos franceses. "¡Vive la France!", grita Marine Le Pen con tono excluyente, mientras Donald Trump vocifera "América primero". Ante el fracaso del bipartidismo moderado en atender las necesidades de los ciudadanos, la lucha por la identidad resurge como un sustituto perfecto de la lucha de clases.
Si a Marine Le Pen, Trump o Puigdemont les hubiesen colocado en el paritorio una pulserita donde indicase que habían nacido en Zaragoza, ahora estarían reclamando la independencia de Aragón como si todos nos creyésemos superiores a los demás. Así es la vida. Y la sinrazón.
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