Opinión
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Por
  • Katia Fach Gómez

Memoria

Memoria
Memoria
Pixabay

Hace unos días asistí a un ensayo musical en el avejentado conservatorio de San Vicente de Paúl. Un grupo de niños y padres conseguimos hacernos hueco en una recalentada aula. Buscando acomodo, encontré una silla plegable de madera clara. 

Al abrirla, también abrí una brecha en el portal espacio-temporal. En una dimensión paralela, yo volvía a ser adolescente y estaba en el cuarto de estar de mis padres. Sentada justamente en esa silla, me impulsaba con las piernas y elevaba el asiento sin llegar a caerme. Jugueteando, tocaba el perfil del herraje de la silla, una chapa metálica dorada en forma de triángulo. Varias décadas después, mientras avanzaba la audición musical, yo pasaba de nuevo la yema de los dedos por el herraje de ese anticuado asiento y de mi memoria no paraban de borbotear recuerdos. También hace unos días perdí mi monedero mientras daba un paseo por la ciudad. Febrilmente retrocedí sobre mis pasos en busca de esos trocitos de plástico que reafirman nuestra identidad. Cuando la esperanza estaba casi agotada y ya me resignaba a subsistir como una náufraga del capitalismo, recibí un email de un buen samaritano. Su padre había encontrado mi cartera y había regresado a casa con ella en la mano. Preguntado por sus hijos por el origen de aquel objeto, el anciano se encogió de hombros. Una demencia roía su memoria, que se iba desvaneciendo como ese fino serrín que genera la carcoma. Cuando pasé a recoger el monedero encontré al anciano sentado en una silla plegable de madera clara y con herrajes dorados. Desgraciadamente, la silla había perdido el poder mágico de desentumecer su memoria.

Katia Fach Gómez es profesora de la Universidad de Zaragoza

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