Opinión
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Torpezas
Torpezas
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Estaba regando mis plantas cuando a un cactus se le desprendió una parte de su anatomía, una especie de oreja resecada. Como una boba, qué torpeza la mía, la recogí del suelo por si podía volver a plantarla o reinsertarla. 

La mano se me llenó de pinchas y luego me pasé una hora quitándolas una a una con una pinza. Aun ahora, mientras escribo, noto en el dedo corazón que alguna sigue ahí incrustada. Una cosa tan pequeña puede amargarte un buen día.

Lo cierto es que antes del cactus ya estaba yo disgustada. Por la mañana, al ayudar a mi madre a vestirse, me di cuenta de que no llevaba la medalla que siempre ha llevado al cuello desde que mi padre murió. A base de insistirle, pues habla muy poco, me dijo que se la había quitado cuando fuimos a la última radiografía. Pero de eso hacía semanas y yo no me había percatado. Me estaba volviendo loca intentando reconstruir ese pasado cercano. Me sentía culpable por no haber estado atenta en su momento. Y también culpable de no haber disimulado ante mi madre, de no haber tenido los reflejos para evitarle un disgusto gordo.

Cada vez que me pincha el dedo corazón, me acuerdo de la medalla. Es un castigo auto impuesto de forma inconsciente si me tomo en serio la ‘Psicopatología de la vida cotidiana’ de Sigmund Freud que leí de joven, según la cual despistes y torpezas son generados por ideas reprimidas. No sé. Me pongo a rezar el responso a San Antonio que aprendí de mi tío Sixto: "El mar sosiega su ira, redímense encarcelados, miembros y bienes perdidos recobran mozos y ancianos".

A los tres minutos llama mi queridísima sobrina. Ha encontrado la medalla en un cajón donde yo la había buscado y rebuscado. Y doy saltos de alegría.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Cristina Grande en HERALDO)

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