¡Ay, los retales frutales!
Hay frases que se oyen en la infancia y anidan en el cerebro, donde hibernan congeladas en carbonita como Han Solo en ‘El imperio contraataca’ hasta que algo o alguien las libera. A mi padre le dijo su padre que no valía la pena enfadarse mucho, así en general. “El número de necios es infinito, hijo”, decía el abuelo Ferrer, pelaire del valle de Tena. Mi colega Javi, de Alagón, tiene otra perla que también califica a los de poquico ‘reprís’, los asinápticos neuronales, aunque en este caso la andanada se ciñe geográficamente a los del valle del Ebro: “Dios los cría y el cierzo los amontona”.
En estos días, la campaña publicitaria de cierta cadena de chuches y otras delicias ha sacado ronchas por doquier. En el contexto actual, con los ánimos más encendidos que nunca, esa chispa ha bastado para unos cuantos incendios virtuales: desde aquellos que abominan la cosa (que va de amor por la fruta, ya saben: en fin) hasta otros que la aplauden, con motivaciones más políticas que estetas detrás de ambas actitudes.
En una sociedad sana, la disensión no debería bajar al barro; es decir, y dado que no hay aquí crimen de lesa majestad en el aplauso ni el rechazo, cabría la posibilidad de expresar apoyo o repudia a la campaña en cuestión y al negocio que la adoptó, sin más, y no acusar de alta traición a quienes manifiesten su intención de no comprar jamás allá o, por el contrario, decidan zamparse la tienda entera con una periodicidad diaria.
Es fácil: en democracia, sin mamarrachos que te obligan a hacer cosas so pena de mutilarte o aniquilar a tu familia, eres libre de comprar el pan, los ganchitos y las gominolas donde quieras. También puedes aborregarte, berrear y ver cómo se te hincha la vena gorda del cuello. Elige.
