La última vez que me sumé a una celebración deportiva de masas fue cuando España ganó el Mundial de Sudáfrica. Para expresar mi estado mental en aquel eufórico trance, nada mejor que la inaceptable banalización de la enseña nacional con la que salí a la calle: un gorro de ducha rojo que alguien me había regalado en broma, del que brotaban dos mefistofélicos cuernecillos gualdos.

Tres lustros después, el recuerdo de aquella nochevieja veraniega de 2010 me produce una sensación más agria que dulce. Fundamentalmente, porque hoy aspiro a que algún día sepamos ganar sin ostentación. Entonces dejará de haber desfiles entre la multitud, concentraciones en fuentes públicas, inflamadas alocuciones, ofrendas en los templos y recepciones en sedes gubernamentales.

Además de su falta de elegancia y de que se desconsidera a quienes no han ganado, lo que me parece peor de tales actos es su antagonismo. Me refiero al espíritu que se expresa, por ejemplo, en el tautológico "yo soy español, español, español" –himno de tantas ocasiones victoriosas–, o en la idea de que "somos el mejor país del mundo y a veces tenemos que sentirnos orgullosos de ser españoles", enunciada por nuestro seleccionador de fútbol, al iniciarse el actual campeonato de Europa.

El poder de autoafirmaciones como las citadas es enorme. Taumatúrgico, incluso. De modo que quizás sea ingenuo pensar que pronto tendremos formas más civilizadas de competir y de ganar. Por mi parte, como vinculaba la ‘hybris’ de la victoria, en gran medida, a la testosterona, confiaba en que la revalorización de lo femenino contribuiría a mejorar las cosas. Sin embargo, ahora tengo la decepcionante impresión de que también ellas se están subiendo enfebrecidas al autobús de la soberbia triunfal.

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