Contaba el otro día Fernando Arcega, en un encuentro con deportistas olímpicos en la Fundación Ibercaja, que durante los Juegos de Los Ángeles 84, antes de los partidos, los baloncestistas recibían una urna con telegramas. 

Era el Whatsapp de la época: rudimentario, poco instantáneo, pero con la misma avidez comunicativa. Justo antes de la final que los enfrentó a la selección de Estados Unidos abrieron aquella urna y no se podían creer que celebridades de la época como Mónica Randall o Lola Flores se acordaran de ellos y les mandaran mensajes de ánimo y cariño.

Me sirve esta anécdota para ilustrar lo imbricado que está el deporte en la sociedad –incluso en el colorín, ¿recuerdan ‘Las Ibéricas Fútbol Club’?–, por más que algunos opinen que goles son goles, las canastas, canastas, y que nada debe salir de su departamento estanco. Andan estos días locos los jefes de prensa de la selección francesa vetando las entrevistas a sus jugadores desde que Mbappé llamó a votar "contra los extremos y los que dividen". Es un esfuerzo inútil: son ya más de 200 los deportistas que han firmado un manifiesto para que no se den pasos atrás en derechos y libertades. En España estamos acostumbrados a este tipo de reivindicaciones en el mundo de la cultura, pero nuestros deportistas se cuidan mucho de mostrar sus posiciones políticas. Nadie se lo va a exigir, pero tampoco se les puede vetar. ¿O acaso ellos viven ajenos a la sociedad que les rodea? Pueden ser millonarios y no sufrir las subidas del IPC, pero ¿pueden cerrar los ojos ante –yo qué sé– los niños refugiados por una guerra? Muchos dirán que eso no va con ellos, pero la empatía y la lucha contra las injusticias forma parte también de los valores y el ADN del deporte.

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