Opinión
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Por
  • Ricardo Díez Pellejero

Manual de voladuras

Puente destruido en Mostar, setiembre de 1992
Manual de voladuras
Gervasio Sánchez

Afirmaba mi madre bromeando, que la primera persona en evolucionar debió sufrir lo suyo mientras ignorara que no vivía entre iguales. 

Sin duda no ha habido nadie más desgraciado en este planeta, ni más solo a partir de su epifanía..., y nos lo hizo pagar bien caro, sostenía socarronamente, pues habría introducido mecanismos de explotación que luego han heredado y sufrido otras gentes con independencia de su talento.

El 9 de noviembre de 1993, a las 10.15 –hora de mi pausa para el café–, se ejecutó la orden del comandante del Consejo Croata de Defensa, Slobodan Praljak, que echó abajo al puente que unía los barrios musulmán y cristiano pasando sobre el río Neretva. El ‘Stari Most’ –Puente Viejo– era un ejemplo temprano de arquitectura otomana y sus piedras reemplazaron a mediados del siglo XVI a otro de madera que había dado un servicio más precario hasta entonces. Pero cuatro siglos después el conflicto de los Balcanes se lo llevaría por delante, dejando tras de sí un silencio, un vacío, en esa línea de pentagrama que escribía –con su vaivén de gentes– una melodía de intercambio, de fraternidad, de unión. El absurdo imperaba simbólicamente, dado que ‘most’ significa puente y aquel municipio, Mostar, se había hecho célebre por su capacidad de conectar orillas y culturas y se designaba por los antiguos guardianes del puente, los ‘mostari’, que –de seguir en activo– se hallarían en paro por cese del negocio familiar.

Las tropas españolas allí destacadas contribuyeron a la normalización de la zona reacondicionando el puente de Tito y construyendo una pasarela sobre las ruinas del Stari Most y mantuvieron una zona de paz entre el bando croata y el bosnio en un espacio que, tras la marcha del contingente, sus habitantes renombrarían como plaza de España. Hace ahora 20 años, el 23 de julio de 2004, ya se habían restaurado muchos de los edificios del casco antiguo y, con la contribución de un comité científico internacional establecido por la Unesco, se reinauguraba el viejo puente con los albos bloques rescatados del fondo del río.

En estos tiempos en los que tantos parecen hacer gala de sus dotes de barrenero, echando a bajo cualquier puente, empatía o conexión con el vecino y buscando excusa en cualquier diferencia de fe política, me acuerdo de aquellos héroes que permitieron el tránsito de la ayuda humanitaria hacia Sarajevo, que evitaron el derramamiento de más sangre entre vecinos y que hoy, supongo, encontrarán indecente el llamamiento al odio al que se arenga desde cualquier pantalla, desde una infinidad de vídeos que, por cierto, recogen con avaricia la calderilla que acumulan sus visualizaciones. La belleza del puente de Mostar, aunque ya solo cumpla 20 años y no cientos, nos recuerda todo lo bueno que podemos hacer juntos de la mano del estudio y la razón, pero también figura como ejemplo en el manual de los dinamiteros que, como Praljak, eligen quedarse ciegos para que el vecino pierda un ojo. ¡Ay, madre, a ver si algún día terminamos de evolucionar!

Ricardo Díez Pellejero es ingeniero y poeta

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