Opinión
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  • Marta San Miguel

Bolas fuera

Bolas fuera
Bolas fuera
Pixabay

La cámara hace un primer plano de Alcaraz justo cuando logra el segundo set del partido en Roland Garros. Se juega el pase a octavos y está pasando por encima a Korda con un delicado aplastamiento, como las apisonadoras sobre el asfalto, como haría un rodillo de madera con la masa grumosa del pan. 

Su forma de aniquilar al rival es delicada, pero cuando mete ese punto decisivo, lo que busca la cámara no es delicadeza sino la brutalidad del gesto, la explosión de la tensión contenida, como si se rompiera una presa. ¿Recuerdan el ‘vamos’ de Nadal? Poca broma con la fe en este grito.

En la tierra batida de París, la pelota va y viene, pero en un punto de pronto surge la duda. ¿Ha entrado? El juez de silla desciende, se encamina al lugar de la discordia, y de pronto sucede la evolución del VAR del tenis. Lo que llamábamos ojo de halcón, ahora también es nuestro ojo. El juez lleva en la frente una cámara que graba lo que ve, de forma que cuando el realizador pincha esa imagen, sus ojos son nuestros ojos desde casa. La cámara nos muestra la evidencia de que la bola ha caído ahí, y por si fuera poco, ves el dedo del juez señalando la huella en la línea blanca. Participas de su decisión. La avalas desde el sofá y entonces te vuelves tú un poco juez. Y hasta te lo crees.

Me gusta la pulcritud con la que el deporte pretende enjuiciar sus decisiones y validarlas, aun a riesgo de perder el azar que cabe en el hueco de lo posible. ¿Pero quién quiere ganar por suerte y no porque es justo? Es lógico exigir, pues, esa pulcritud en las decisiones competitivas, pero sospecho que la proliferación de mecanismos que avalan la verdad responde a cuestiones que van más allá de lo deportivo. Hemos visto tantas patadas impunes, nos han colado tantas bolas que ahora solo somos cínicos con tecnología a mano. Y en el cinismo cabe todo, también un primer plano de Donald Trump diciendo aquello de "si me lo han hecho a mí, se lo pueden hacer a cualquiera", cuestionando el Estado democrático de su país al que tachó de fascista, y poniendo en duda hasta la primera enmienda, aunque la practique.

En España llevamos meses escuchando los mismos acordes y el cinismo que se ha instalado en la sociedad empieza a invalidar las herramientas actuales, como si las decisiones que toma una figura de autoridad –jueces, fiscales, policías, periodistas, profesores, árbitros–, tuvieran que ser refrendadas por algo externo que no tiene sentimientos, ni filias o querencias, ni familiares en trabajos con conflicto de intereses. La Constitución ha de asegurar el ‘fair play’, poca broma con pedir la evolución del VAR de la democracia, que perdemos el partido.

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