La entrada en tromba de los textos culinarios en el mundillo libresco, tanto en editoriales como en las listas de más vendidos, parece un fenómeno demasiado orquestado como para despacharlo con la misma ligereza que el conjunto de insípidas anécdotas propias de esta época líquida. 

Visto así, las ferias del libro que se celebran estos días brindan la oportunidad de tener mezclados, no agitados, dos vicios o aficiones, según el punto de vista: la bibliofilia y la gastronomía.

Esta combinación puede tener evidentes efectos catastróficos. El principal es la acumulación perniciosa de libros, algunos de los cuales acaso nunca leeré, y grasa, de la que difícilmente me libraré. No carece, sin embargo, de ventajas. La primera que se me ocurre es que cataré libros y platos que de otro modo acaso nunca ojearía ni degustaría.

La mixtura metafórica de letras y viandas tiene, no obstante, otra virtud de la que ha hablado Javier Cercas: la de permitir llegar a la esencia de nuestros escritores favoritos no solo a través de la vista, el tacto, el olfato y la audición sino también a través del gusto. ¿Qué placer mayor para el letraherido que devorar a los maestros después de guisarlos con mimo a fuego lento?

Manuel Vázquez Montalbán, que supo aglutinar como nadie la literatura y la cocina en las aventuras de Pepe Carvalho, escribió: «Que existe una nacionalidad gastronómica se comprueba primero, comiendo, y después, leyendo». Javier Cercas va mucho mas allá. Propone a los lectores que saboreemos, mastiquemos y digiramos a nuestros maestros para que sobrevivan en nosotros, convertidos en carne de nuestra carne. De este modo, Borges, Kafka o Ferlosio son en esencia un banquete.