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Redactor de Cultura de HERALDO DE ARAGÓN

Irene Vallejo, Premio de las Letras Aragonesas: Irene

Irene Vallejo en la ceremonia de entrega del Premio de las Letras Aragonesas.
Irene Vallejo en la ceremonia de entrega del Premio de las Letras Aragonesas.
Guillermo Mestre

Como le sucede al Conde Olinos, al cruzar la mar, Irene Vallejo cuenta y muestra sus secretos, que cada vez son más universales, a quien con ella va. 

Algunas de sus experiencias podrían resumirse así: «En sus largas horas de firmas, Irene acaba exhausta no tanto por el esfuerzo físico, sino sobre todo por las emociones que transmiten los lectores en torno a ‘El infinito en un junco’, las vivencias íntimas que narran, sus experiencias, tristezas, alegrías y esperanzas. Algunos leen el libro como homenaje a un padre o una madre fallecidos, al que amaban profundamente y, de alguna forma, se reencuentran allí con ellos. Hay quien encontró en el ensayo narrativo una tabla de salvación en momentos difíciles. Otros piden a Irene su dedicatoria para una declaración de amor, porque lo leyeron como una declaración de amor a la lectura».

Ahora, esa moderna contadora de historias recorre el mundo casi a la velocidad de la luz, con el vértigo de la sangre: lo mismo visita Colombia que Noruega, la Biblioteca de Washington, Japón o China. La máquina del tiempo ya no es su libro, sino ella misma: se estremece en el aire y se inunda de invención y delirio. Seguro que alguna vez al mirar hacia atrás pensará en la novela agitada de los pequeños recuerdos: cuántas veces ha ido a tal o cual pueblo de Aragón en autobús por obtusas carreteras para hablar con las mujeres de los clubes de lectura. O recordará aquella noche en La Almunia de Doña Godina cuando tradujo dos poemas eróticos latinos y levantó en la noche una escena de amor, lascivia y picardía en la piel perlada de deseo. Como siempre, la lectora voraz, la alquimista de fábulas y de emociones acotó en el Museo Pablo Serrano su mejor retrato de gratitud, como recordó Pepe Melero: ha llegado arriba porque ha tenido una maestra que le abrió caminos y plantó ante sus ojos la poderosa maquinaria de la imaginación y la cultura.

Uno de los mejores instantes de mi vida (por ella, por su cercanía, por su talante, por la antigua Grecia) lo viví hace poco en Alcorisa. Irene se contó con frescura, con la cercanía de los inicios, con el amor invencible a los clásicos y a los lectores más modestos, cuando se sentía tan vulnerable que desconfiaba de su vocación e incluso de su porvenir. Y brindó al público una de esas imágenes que explican la fascinación por los relatos y los seres: creía de niña que su padre inventaba ‘La Odisea’, esa que debió soñar el incierto señor Homero, para ella. Noche a noche, contra el rumor y los alaridos de los abusones, se trasladaba a otro lugar y se conquistaba a sí misma con belleza, imaginación, fantasía y conocimiento. La música de las sílabas era su sortilegio.

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