La media de participación en las elecciones al Parlamento Europeo, que se han celebrado en nueve ocasiones para el conjunto de la Unión, está algo por debajo del 52%. Lo que, sin forzar mucho las estadísticas, quiere decir que solo uno de cada dos ciudadanos europeos suele molestarse en acudir a votar. 

La participación fue proporcionalmente superior en las primeras convocatorias (62% en 1979), cuando la entonces Comunidad Económica Europea contaba con solo nueve socios, después descendió y, a partir de 1999, con la Europa ‘de los quince’, dio un brusco bajón, acentuado aún más tras la incorporación de los países del antiguo bloque oriental, hasta un mínimo del 42,6% en 2014, si bien en la última edición, en 2019, se recuperó llegando al 50,6%. El mínimo absoluto lo marcó Eslovaquia en 2014, cuando apenas el 13% de los eslovacos se dignaron ir a las urnas. En España, la media está algo por encima de la del conjunto, en un 55%, pero muy por debajo de la participación que se registra en las elecciones generales, el 71,5%. Quizás la baja participación de la ciudadanía europea responda a la lejanía y complejidad de las instituciones de la Unión, y tal vez sea también un reflejo de la aquiescencia pasiva de la población ante un proyecto de integración que ha sido conducido hasta ahora por las élites como una especie de benigno despotismo ilustrado. Sin embargo, el repunte de votantes registrado en 2019 puede indicar que las cosas están cambiando. La gente es cada vez más consciente de que las decisiones que se toman en Bruselas inciden directamente en su vida cotidiana, en su trabajo, en su bolsillo. Para bien unas veces y para mal otras. Europa va dejando de ser para el ciudadano común un gigante misterioso pero bonachón y se percibe cada vez más como un ámbito determinante para la confrontación política.

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