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Circunstancias

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Pixabay

Estoy pintándole las uñas a mi madre. Últimamente las prefiere de color cereza. A pesar de los deterioros propios de la edad, mantiene cierto grado de coquetería. Sus manos, largas y finas, de las que siempre se ha sentido orgullosa, siguen siendo bellísimas. 

Sólo ella y su prima Maru tienen unas manos así. El resto de la familia tenemos manos normales y corrientes, más bien pequeñas.

Yo nunca me he pintado las uñas y me cuesta encontrar guantes bonitos de mi talla. Antes usaba guantes de goma para fregar y otras labores domésticas, cuando las labores domésticas eran un simple incordio ante el que resignarse de vez en cuando. Ahora que he perdido casi todo afán de presunción, y valoro por igual el confort físico higiénico que el intelectual estético, no uso guantes ni para poner en lejía algunas prendas blancas.

Aún no se le ha secado el esmalte de las uñas cuando llama su prima Maru. Contesto yo y le digo que estoy cuidando a mi madre. Y a ti, cariño, me dice, ¿quién te cuidará? No quiero llegar a vuestra edad, le digo, y aunque quisiera, no tengo vuestra genética privilegiada ni tendré una pensión decente. Me regodeo de forma burda en el cuento de la lástima.

Los vapores de la lejía y de variados productos de limpieza han ido disolviendo el sentido del humor que antes conseguía elevarme por encima de la pesada vulgaridad de la existencia. Me estoy embruteciendo, que decía mi abuela cuando le faltaba su dosis de mundanidad. ¿Cómo recuperar esa ligereza? Muy fácil, me dice desde el más allá toda tiesa, no olvides ponerte guantes para fregar. Recuerda, cuando mires tus manos pequeñas, que hay que saber estar por encima de las circunstancias.

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