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Por
  • Pedro Oliver Olmo

No gobierne quien no renuncie a la guerra

No gobierne quien no renuncie a la guerra
No gobierne quien no renuncie a la guerra
Pixabay

La guerra no se acaba nunca. Eso lamenta uno de los soldados de ‘Adiós a las armas’. He vuelto muchas veces a esas dos páginas de la famosa novela. La conversación de los soldados ayuda a valorar el miedo trágico que provoca la guerra. 

Pienso en ello como profesor de Historia cuando explico las guerras del pasado (por ejemplo, la Primera Guerra Mundial que ambienta el relato romántico y bélico de Ernest Hemingway), pero también cuando intento explicarme las guerras actuales, las de Ucrania y Gaza y esas otras que discurren entre la atrocidad y el olvido en Yemen, Etiopía, Myanmar y Siria.

Hablan los soldados de la novela de Hemingway con franqueza antibelicista. No desean volver al frente. Nadie cree en la guerra, "todo el mundo la odia". Discuten en libertad aunque sepan que en la guerra y en los ejércitos se anula y reprime ese derecho. Cuando uno de ellos defiende resignado que, a pesar de todo, no se debe dejar de luchar, pues "la derrota" sería algo mucho más espantoso que la propia guerra, otro se revuelve y contesta que "no hay nada peor que la guerra" y que "la guerra no se gana con la victoria". La victoria no es la paz.

Esa reflexión, incluso en la prosa habitualmente sencilla de Hemingway, es muy profunda. Los dos argumentos aparentemente racionales –sobre la derrota y la rendición– brotan forzados desde el irracionalismo del miedo que proyecta la guerra. ¿Cómo razonar sobre el futuro cuando el presente es irrazonable? Bajo los bombardeos de los aviones y los tanques, con las explosiones de los drones inteligentes y asesinos o los disparos de los francotiradores, el miedo a morir se siente como si fuera un ruido doloroso e incesante, en la mente, en el alma. Todo es ilógico y está alterado. No hay sensatez, solo malas emociones y miedos, una cadena de coerciones que te obligan a habitar el indeseado territorio de la guerra.

Los conflictos bélicos no terminan nunca con las victorias y las rendiciones: no acaban si no se resuelven sus causas o no se llega a un armisticio compartido

El mismo miedo que incita a los soldados de ‘Adiós a las armas’ a no querer volver al frente los encadena fatalmente a la obligatoriedad del combate. Por eso se muestran coaccionados y desesperanzados. Pensemos históricamente sobre aquella situación: si por definición nadie sabe nada del trascurrir del tiempo histórico hasta que no se tiene perspectiva, lógicamente, tampoco nadie podía saber nada a la altura digamos de 1918 sobre el trascurso de la Gran Guerra y menos aún acerca de la quebradiza y amenazante posguerra que iba a llegar. ¿Cómo se sufre a cada instante y en el paso peligroso de las horas el devenir de un tiempo cronológico que aún no es ‘histórico’ y que provoca una gran angustia porque parece haberse detenido en el horror de los frentes de batalla y en la violencia de las retaguardias? Uno de los soldados que protagoniza la conversación que estoy rememorando lo reduce y al mismo tiempo lo ahonda con este pensamiento: "No tiene fin. Las guerras no terminan nunca".

El fin de la locura que lleva a una guerra no puede ser feliz, aunque alivie. Es verdad que hay que parar las guerras en curso. No queda otra. Pero las guerras no terminan nunca con las victorias y las rendiciones. No acaban si no se resuelven sus causas o no se llega a un armisticio a través de un proceso compartido. La historia enseña que tras la guerra suele llegar una posguerra durísima y, en el peor de los casos, un arreglo asimétrico y endemoniado que prepara la guerra futura. Y la geopolítica enseña que, con el añadido espantoso de la amenaza nuclear, Europa quedaría destruida si se enfrentaran Rusia y la OTAN.

Los países europeos se arman. Las cifras gigantescas les parecen insuficientes. La idea de la guerra, su aceptación como solución, gana poder en la misma Europa que, tras contemplar la devastación de la Segunda Guerra Mundial, gritó "nunca más". Quienes se resistan al fatalismo de ese destino indeseable tendrán que repensar la validez de la filosofía pacifista y rechazar el falso prestigio del pensamiento militarista. La noción de inevitabilidad de la guerra no es asumible. Quienes estén vencidos por la duda deben reanimarse pronto, que intenten sentir, por ejemplo, la emoción del soldado de la novela de Hemingway cuando afirma: "Si todo el mundo se negara, se acabaría la guerra".

Volver a enfrentarse a la imagen espectral de la guerra es una exigencia de nuestro tiempo, con pedagogía, con eficacia, dándole toda la fuerza democrática posible a un objetivo alcanzable: no dejar gobernar a quienes no renuncien a la guerra.

Pedro Oliver Olmo es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha

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