Según Emile Cioran la vida es una combinación de química y estupor. La cita la oigo de madrugada en la radio. Habla un científico sobre el origen de la humanidad. 

Por la mañana recuperaré el programa en un podcast para comprobar con cierta tristeza que a la luz del día nada resulta tan interesante como en la quietud de la noche. Recuerdo haberme sentido fascinada por Cioran siendo muy joven. Sus aforismos sobre la inutilidad de la vida me regocijaban, brillaban como fuegos artificiales y luego se desvanecían.

Cuando salta la noticia de las auroras boreales por nuestras latitudes casi me tiro de los pelos. Yo estaba despierta a esas horas perdiendo el tiempo. No comprendo cómo he dejado escapar una oportunidad así. En la prensa veo imágenes fantásticas del fenómeno junto al castillo se Montearagón. Javier Tomeo habrá sido un espectador privilegiado si ha querido salir de su sepultura. Cuánto me habría gustado saberlo de antemano y salir a contemplar algo que ya no se repetirá. Me acuerdo de aquel año de 1986 en el que no pude ver el cometa Halley. Las oportunidades perdidas duelen de forma real, horadan el organismo en algún lugar situado entre el esternón y el corazón.

Tal vez el fenómeno se repita una sola noche más. Estamos veinte comensales cenando en casa de unos amigos. Alguien cuenta un extraño sueño que tuvo la noche anterior. Lo relacionamos con el extraordinario campo magnético de la tormenta solar. Me voy a dormir bastante tarde, después de saber por mi sobrina, ‘eurofan’ infatigable, que este año ha ganado Suiza y España queda de las últimas. La aurora boreal no creo que se repita. Decía Cioran que España es la nación del desengaño. Pues bien.

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