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Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

No hay futuro: ¡a por el pasado!

No hay futuro: ¡a por el pasado!
No hay futuro: ¡a por el pasado!
Heraldo

La inaudita pugna de la DGA y el Gobierno central por la derogación de la ley aragonesa de Memoria Democrática es sólo el último tramo del dilatado recorrido que ha seguido uno de los clásicos temas polarizadores (junto al feminismo, aborto, cambio climático, inmigración…) que los partidos utilizan cada día con más frecuencia en sus estériles guerras ideológicas.

Como la llamada ‘memoria colectiva’ consiste en elaborar reconstrucciones ideológicas del pasado al servicio de fines políticos del presente, las fuerzas que abordaron la transición democrática en la España de 1975 supieron dejar ese pasado a los historiadores y centrarse en el futuro. De ahí surgió la Constitución de 1978. Pero el siglo XXI ha traído el fin de aquel pacto. No ha habido un consenso básico en la Ley de Memoria Histórica (2007) ni lo hay en la actual Ley de Memoria Democrática (2022).

Insólita vehemencia la de nuestros gobernantes al debatir sobre la memoria histórica. No les inspira un genuino interés científico por el conocimiento riguroso del pasado

El penúltimo tramo en el camino de la utilización polarizadora del pasado llegó hace dos meses. El Gobierno de Pedro Sánchez, acechado a cuenta de la ley de amnistía y el caso Koldo, encontró en la ofensiva de PP y Vox a las leyes de memoria democrática un resorte para contratacar y poner en evidencia las contradicciones de las alianzas autonómicas de los de Núñez Feijóo. Además, los de Abascal anhelan protagonizar estas ‘guerras culturales’ que están en su ADN, a imitación de la derecha radical de Estados Unidos.

Lo cierto es que la Historia, entendida como un cuerpo sistemático de conocimiento, la escriben los historiadores. No obstante, también es seguro que la Historia, aunque sea con mayúsculas y se llame ciencia, responde al conflicto del presente desde el que se estudia. Por eso, cada sociedad la reescribe a medida que ella misma cambia. Aún más, cuando entran en juego la ‘Memoria histórica’ y la ‘Memoria democrática’, que son simplemente el uso político del pasado: leyes, conmemoraciones oficiales, fiestas nacionales, símbolos, monumentos… Estas memorias se caracterizan por su carácter no científico, por su dimensión simplificada y emocional, por su oficialismo y su parcialidad. Santos Juliá ha afirmado que, cuando se habla de memoria histórica, no interesan ya los hechos del pasado sino su representación en los momentos actuales.

Por lo que de verdad pugnan es por el control de los mitos y relatos en los que se fundaría la legitimidad del Estado

La Historia la redactan, pues, los buenos historiadores con la máxima imparcialidad posible. En cambio, los poderosos, los dictadores y los nacionalistas escriben propaganda. Fue George Orwell quien, en su célebre libro ‘1984’, mejor describió una sociedad en la que se cambian aquellos hechos históricos que, para controlar el presente y ganar el futuro, no conviene que se narren como realmente sucedieron. El departamento de propaganda se denomina Ministerio de la Verdad. Su labor es proporcionar libros, periódicos, informes… que divulguen la interpretación oficial del pasado hecha desde el poder, rectificando para ello el propio pasado y su documentación archivística.

Utilizar la memoria y el dolor de las víctimas como armas en la lucha por el poder es algo que una democracia no debe consentir. El politólogo estadounidense David Rieff sostiene que empeñarse en reglamentar la memoria con leyes puede acabar dando lugar a "dictaduras de la nostalgia" (‘Contra la memoria’). Precisamente, uno de los logros del sistema liberal consiste en la coexistencia de múltiples versiones del pasado.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por José Javier Rueda en HERALDO)

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