Por
  • Felipe Zazurca González

Frente al espejo

Frente al espejo
Frente al espejo
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Conocí a un veterano jurista, hoy ya jubilado, hombre comprometido y honesto, con tendencia al comentario ácido, las frases desmitificadoras y las posturas políticamente incorrectas.

En una entrevista televisiva aseguraba que conocía a compañeros suyos que encaminaban sus aspiraciones profesionales a la meta de llegar lejos y tener poder, mientras él se conformaba con mirarse cada mañana al espejo y, mientras se afeitaba, decirse a sí mismo: "Cuando menos no soy un hijo de…".

Como no escuché, ni en directo ni en diferido, la entrevista en cuestión no puedo dar fe de la literalidad de la frase, que pongo tal como me la contaron sin estar seguro de si mi interlocutor sumó algo de imaginación. En cualquier caso, el comentario casa perfectamente con la personalidad del individuo y da pie a incoar consideraciones sin más intención que buscar dar vueltas a la capacidad de divagar de cada cual.

No me parece mal ejercicio eso de mirarse al espejo y preguntarse si nos podemos considerar o no unos ‘malnacidos’. El problema será dilucidar cuándo lo somos, o dicho de otra manera, dónde está la frontera, en qué lugar está el punto a partir del cual un alma responsable debería parar el coche y plantearse el camino de regreso, la vuelta a los principios. Vivimos en sociedad, hay gente, más o menos cercana, en mayor o menor medida conocida, a quienes afectan nuestros actos, nuestras decisiones y nuestras manifestaciones de voluntad, razón por la que ni todo debería valer ni parece que tenga necesariamente que ser bueno eso de liarse la manta a la cabeza e ir a por todas cueste lo que cueste.

Hoy en día parece que esa condición de ‘hijo de tal’, dicho siempre en ese sentido figurado que el lenguaje de la calle ha ideado dando bastante en el clavo, viene frecuentemente unida a la ambición, al afán de medrar política, económica o socialmente. El deseo de prosperar va a veces acompañado del codazo en el estómago, el pisotón al prójimo, la patada al vecino... Así, para conseguir lo que ansiamos tiende a ser consecuencia irremediable la aparición de cadáveres en el camino.

La ambición suele cegar y, con ello, cauteriza conciencias y suspende buenas intenciones. Esa ambición no cabe limitarla a quienes pasean por las alturas institucionales o las cimas empresariales, pues también una junta de vecinos, un club deportivo, una asociación de barrio te pueden convertir en genuino personaje bastardo y con ello oscurecer el espejo de tu cuarto de baño.

Pero el itinerario de acceso a la condición comentada es plural, mucho: uno puede acceder por la vía del machismo, el de quienes consideran a la mujer como un objeto de disfrute y la maltratan, la ningunean o se limitan a observarla en el bus, en la calle o al otro lado de la barra del bar con mirada que esconde tanto deseos sucios como conciencia de posesión. También por la del fanatismo político que ciega, desprecia a quienes piensan de otra manera, no hablan el mismo idioma o han nacido más allá de unos límites territoriales.

Todos podemos caer en las tentaciones de la ambición o del poder. Pero pensemos que lo que más vale es mirarse cada mañana en el espejo y ver una imagen moralmente digna

También puede venir por la ostentación de poder que da un puesto determinado, que entre los jefes hay unos cuantos de éstos, de los que caen en la tentación de desahogar en sus subordinados las frustraciones familiares o personales, y es que no hay nada que pueda transformar más a una persona, para mal, que el darle poder, el ponerle en disposición de poder pisar a otro, algo de lo que saben mucho quienes han partido del odio y han esperado su ocasión agazapados en la mata del resentimiento.

Si lo piensas bien, las vías de llegar hasta aquí son amplísimas, pero no es menos cierto que el antídoto sigue siendo sencillo. Ya hace más de veinte siglos alguien nos explicó lo del mandato único, eso de que la caridad es lo importante, a pesar de lo cual llevamos milenios cayendo en el error tanto de no hacerle caso como de añadir anexos y complementos a ese mandato exclusivo.

Hace muchísimos años tuve el privilegio de presentar en Tarragona a una religiosa barcelonesa –creo recordar que se llamaba Ángela– que explicaba a un amplio público cómo había dedicado su vida a atender a los enfermos terminales de sida en las zonas más conflictivas de la Ciudad Condal. La mujer dijo algo que lo puede resumir todo: cuando ves una persona así basta con pensar que es como tú, que es tu hermano, que es un hijo de Dios para no sólo sentirte obligado a ayudarle, sino desear hacerlo. Intentar andar por la vida con esta disposición asegura que al mirarnos al espejo tras levantarnos cada mañana veamos alguien ojeroso, medio dormido, tal vez más viejo que ayer, pero no un ‘bicho’.

Felipe Zazurca González es fiscal jefe de la Audiencia de Zaragoza

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