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  • Andrés García Inda

Aburrirse a gusto

Aburrirse a gusto
Aburrirse a gusto
A. Cabello

La idea y el título de este artículo me lo proporcionó A., que me contó que venía de visitar a M. en su residencia. M. tiene 96 años, es literalmente (que no literariamente) de la generación del 27 y vive desde hace meses en una residencia de ancianos. 

A pesar del inevitable deterioro y los alifafes de la vejez (muy pocos, en su caso), su expresión conserva las huellas de lo que ha sido un carácter fuerte, esculpido a lo largo del tiempo a base de renuncias, y que la libertad que da vivir en tiempo de descuento dulcifica y subraya a la vez, convirtiendo la sinceridad en un descaro o una impertinencia más o menos aceptable, como la de los niños. Sus respuestas suelen ser cortas y directas (la energía que queda es poca y no hay que malgastarla en palabras inútiles), y en ellas late el eco de una sabiduría antigua, inaceptable o incomprensible en nuestro tiempo, y teñida con un deje de indiferencia y de somardez, como el de quien se obstina o trata de reafirmarse en algo cuando llega el momento de la despedida.

Aburrirse a gusto es algo más que una habilidad o una aptitud que se entrena
en las clases de gimnasia de mantenimiento. 

Nada más llegar, A. le preguntó cómo estaba:

—Aburrida —dijo ella—. Pero me aburro a gusto.

A nuestros oídos semejante expresión suena como un oxímoron absurdo e inasumible: ¿cómo es posible hacer o vivir a gusto algo aburrido? Pero quizás en el fondo la expresión esconda más bien una antítesis. O una paradoja. Y puede que lo verdaderamente contracultural en nuestra época esté precisamente en estas cosas. Olvídense del núcleo irradiador y ese tipo de zarandajas. La auténtica subversión frente al espíritu del tiempo es una anciana que se aburre a gusto en su confinada existencia, en un mundo que, con aires de superioridad, mira esa misma existencia con conmiseración y desprecio, y vive mayoritariamente en la ilusión de la ausencia de límites. Suele citarse en estos casos aquel pensamiento de Pascal que decía que "toda la infelicidad de los hombres procede de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación". Sí, vale, de acuerdo, ¿pero por cuánto tiempo? Posiblemente Pascal imaginaba que ese vacío aparente podía inundarse hasta el infinito. Y tal vez sea verdad. Con una conversación silenciosa, por ejemplo, que sería posible aun en la más estricta soledad.

La paradoja de aburrirse a gusto, en efecto, trastoca dos claves culturales fundamentales de nuestro tiempo: por un lado, la idea de que solo merece la pena aquello que sea emocionante y divertido; por otro, la constante invitación a no conformarnos nunca con las circunstancias, porque eso es sinónimo de aburrimiento. Y hasta tal punto se han convertido en sagradas tales ideas que el poder las ha asumido como una fuente básica de su legitimación, convertido en el proveedor del entretenimiento y la libertad que al parecer los seres humanos somos incapaces de conseguir por cuenta propia; encargado así (el poder, digo) de cuidarnos y protegernos frente a nosotros mismos, hasta el límite incluso de quitarnos lo más propio si para ello fuera necesario.

Tal vez es un regalo o un don.
Puede que el verano sea un tiempo propicio para acogerlo y ensayarlo

Así, de una parte, aburrirse a gusto implica recordar que la importancia (o la moralidad, si ustedes lo prefieren) de las emociones no depende de la sensación íntima que provocan en nosotros, sino de la dirección en la que nos mueven, también cuando no parecen provocar ninguna sensación o no sabemos si nos mueven en algún sentido, porque nos hallamos en la más estricta inamovilidad física. De otra parte, aburrirse a gusto supone recuperar y asumir la soberanía del yo en los límites de nuestra imperfecta y ridícula condición, y encontrar en ellos la posibilidad de seguir disfrutando, aunque sea aburridos, de la vida; de una vida que incluso en esas circunstancias límite merece la pena ser vivida. La resignación (disculpen la palabra) también es una virtud cuando es un equilibrio, y quien no es capaz de conformarse a la realidad también acaba aburriéndose, pero a disgusto.

Pero supongo que aburrirse a gusto es algo más que una habilidad o una aptitud que se entrena en las clases de gimnasia de mantenimiento. Tal vez también es un regalo, o un don, que no todos poseemos ni sabemos reconocer o aceptar, pero que todos necesitamos ya, o necesitaremos en algún momento. Puede que el verano sea un tiempo propicio para acogerlo y ensayarlo. Mis respetos para quienes lo consiguen.

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