Un banco para mirarte
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La parte antigua del cementerio de Zaragoza ofrece una vista impagable de Ikea al fondo, muy cerca.
Cuando la luz diurna se apaga se ve como un imperio refulgente. Vida y muerte juntas.
Siempre que viajo me acerco a los cementerios de las ciudades o pueblos que visito. Santa María Novella, en Florencia, tiene su propio claustro de los muertos. Allí encontré la tumba de una niña que dio a sus padres 16 días exactos de felicidad.
La sección 60 del cementerio de Arlington cuida los cuerpos de los soldados de los conflictos de Irak y Afganistán. Las madres, viudas jóvenes, llevan de pícnic a sus hijos. El dolor allí es más reciente, más presente. Un conflicto largo, caro y sin victoria. La gente se queja de que algunos familiares convivan así con la muerte, acercándose a ella con fotografías, ensaladas de patata y cantos infantiles.
En la Cartuja de Aula Dei los monjes pasan a la vida eterna en silencio y viviendo en la otra vida como escogieron en la terrenal: de manera anónima para no caer en la vanidad que el ego produce. Allí no hay placas conmemorativas, solo cruces de madera, silenciosas y mudas. Se deposita el cuerpo del monje en la tierra, sin ataúd; tan sólo con un crucifijo en sus manos y la capucha puesta y cosida sobre la cara.
En Highgate en Londres la gente compra bancos situados frente a las tumbas de sus seres queridos para sentarse a cuidarlos desde allí. Puede que en un cementerio haya vanidad y mausoleos, pero sobre todo hay amor y memoria.