Opinión
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La tontería

El hemiciclo del Congreso durante la primera jornada de la sesión de investidura.
El hemiciclo del Congreso.
Zipi / Efe

La cursilería, por oponerse a la fría neutralidad del universo, es un atributo benigno de la vida y, en general, de la materia. El bosón de Higgs es una cursilada en toda regla. Sin embargo, lo cursi también tiene su lado perverso, como lo muestra la plaga publicitaria actual, donde los bancos no son bancos, los emporios cerveceros se hacen pasar por artesanos tradicionales y la memoria de Mahatma Gandhi vende electricidad. En estas fechas, el colmo de esta ternura fraudulenta es el anuncio de la Lotería de Navidad, de la casa de apuestas del Estado.

La perversión sube un escalón cuando la tontería llega a la política. Sirvan de ejemplo las expresiones narcisistas para jurar o prometer la Constitución, dichas en los parlamentos autonómicos y en el nacional. Desde la redundante "por España", hasta la reticente "por imperativo legal", pasando por otros muchos caprichos. Vaciada de simbolismo, pues incluso provoca risotadas en el hemiciclo, esta ceremonia de acatamiento constitucional individual ha perdido su razón de ser como requisito para adquirir la condición parlamentaria.

Dicha pérdida no tendría en sí misma gran importancia, de no ser porque banaliza la democracia. Con la tontería, con la tontería, temo que la sociedad esté subiendo al tercer y definitivo escalón de la cursilería. Una que es de obligado cumplimiento, de muy amanerada gestualidad y que manifiesta una patética devoción a partidos, patrias y líderes. La punta de lanza consolidada de este fenómeno en España la ofrecen los nacionalismos vasco y catalán, cuyo efecto contagioso a diestra y siniestra no presagia nada bueno.

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