Opinión
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Miguel Labordeta.
HERALDO

Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Miguel Labordeta, el más grande poeta aragonés del siglo XX. Tenía sólo 48 años y su último libro, ‘Los soliloquios’, aún se desperezaba y ronroneaba en la imprenta. Le costó encontrar a Miguel su sitio en el mundo: un día se vio dirigiendo el colegio que había fundado su padre, pero no era eso lo que él habría querido hacer con su vida. Antes se marchó a Madrid para doctorarse y tratar con los años de ganar una cátedra, pero volvió sin tesis y con su primer libro de versos, ‘Sumido 25’, bajo el brazo. Elegir la poesía frente a la investigación académica era una sonora renuncia a la vida convencional y burguesa, y una decidida toma de conciencia de cuál iba a ser su destino desde entonces. Se convirtió en un heterodoxo, en un francotirador con "cara de cura", en el hombre tierno, jovial y pintoresco que desde su "zaragozana gusanera" ponía en marcha disparatados proyectos como la OPI (Oficina Poética Internacional), "fundada de la nada y para nada", según él mismo la definió, o revistas como ‘Despacho Literario’, cuyos lectores cabían en la sala de espera de un dentista de barrio. Tan inclasificable y personalísimo era, que cuando Víctor García de la Concha lo estudió en su libro sobre la poesía española entre 1935 y 1975 lo calificó, con intransigente paradoja, de "surrealista realista". Fue esa personalidad arrolladora la que lo convirtió en una leyenda, que su hermano José Antonio, con lealtad y devoción, propagó y consolidó. Y nos quedan sus versos, hermosos y eternos como el canto del ruiseñor.

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