En el patio del colegio

Eva Defior: "Los tímidos somos unos raros incomprendidos"

Dentro de la serie de Heraldo Domingo 'En el patio de mi colegio', la periodista explica que de niña era muy vergonzosa, "aunque trataba de disimularlo a toda costa; tenía mucho amor propio".

Eva Defior, en la plaza de Torredembarra (Tarragona)
Eva Defior, en la playa de Torredembarra (Tarragona)
E. D.

Nacida en Zaragoza en 1983, la periodista Eva Defior dirige el Grupo de Comunicación La Comarca de Alcañiz y el Curso de Periodismo Especializado de la Universidad de Verano de Teruel. Recibió el premio del Colegio de Periodistas de Aragón en 2020. Colabora en Aragón TV y  prepara una tesis doctoral sobre la periodista Pilar Narvión. 

¿Recuerda su infancia como una época feliz?

La mayoría de los momentos fueron felices, sí.

¿Recuerda qué le provocó sus primeras risas?

Las risas de carcajadas interminables y dolor de tripa fueron con mis primas y hermana, mi gran patria de la niñez. Recuerdo cuando a mi prima Laia se le pegó un chicle en el pelo y se lo cortamos. Otra prima, Leti, lo masticó de nuevo y se lo colocó como extensión. Lo llevó colgado varios días y no se le caía ni en la piscina. ¡Luego fue peluquera! O una noche en la que nos escapamos para salir, y mientras bajábamos las escaleras y, a oscuras en un tenso silencio, de repente, ‘prrrr’, ¡a una se le escapó el pedo del siglo! No sé cómo no se despertó ningún adulto, o quizá sí… y nos dejaron ser felices.

¿Y sus primeras lágrimas?

Las del desapego por ir al colegio con 3 años. Me parecía un mundo frío, enorme y extraño. Lloraba de la puerta de casa a la entrada del colegio. Mi tía me llevaba a veces para ayudar a pasar el trago a mi madre. Las recuerdo diciéndome: "Aguanta, no llores en la calle", "eres muy valiente". Tantas veces me lo repitieron que al final me lo creí. Creo que fue entonces cuando aprendí a contener el hipo. No soy de llorar ni de guardar lo triste.

¿Qué era en el patio del colegio?

Fui muy vergonzosa, aunque trataba de disimularlo a toda costa; tenía mucho amor propio. Falté bastante porque sufría asma y a menudo anginas, eso me desconectaba del día a día. En secundaria me apunté a teatro, danza clásica y moderna; e incluso cantábamos con los de guitarra. Fue todo un ejercicio de superación, aunque dormí abrazada a mi peluche, Pipo, hasta bien mayor. Era empollona, responsable y soñadora… y pensaba en las avutardas, que decía mi madre. Entré en el patio del colegio llorando con 3 años y lo dejé siendo la delegada de clase con 17.

¿Se sentía rara?

Los tímidos somos unos raros incomprendidos con mucha vida interior secreta. Me gustaba escribir, era mi refugio, y desde muy pequeña tuve diarios. Mi madre, que siempre creyó en mí, me apoyó para ser periodista.

¿Qué es lo que más le gustaba hacer cuando no estudiaba?

Mis padres tienen un chalet en la urbanización Alto de La Muela. La naturaleza y la sensación de libertad era lo que más me gustaba. En el jardín hay dos columpios. Recuerdo columpiarme lo más alto posible y ver cómo me acercaba al cielo y a las copas de los árboles. Competíamos mi hermana y yo para a ver quién llegaba más alto. Mientras nos balanceábamos, cantábamos a grito pelado, a veces una canción distinta cada una. Con mi hermana volaría al fin del mundo. Aún siento esa libertad cuando me columpio.

¿Tenía algún complejo que le amargara?

Mis dientes de conejo. Llevé un aparato dental horrible, que me hacía una cara de torta terrible… ¡en pleno inicio de la adolescencia! Aún tengo pesadillas.

¿Tenía mucha conciencia política?

Fui a la Compañía de María La Enseñanza de Zaragoza. Nos educaron en valores y siempre les presté atención y respeto. Era una romántica defensora de causas. La igualdad de la mujer me interesó pronto, tal vez porque vi cómo mi madre dejó todo para entregarnos su vida y eso le pesó a veces.

¿Era religiosa?

Tuve la suerte de aprender religión para elegir si la quería en mi vida. Estoy bautizada y confirmada, pero nunca sentí la llamada de Dios. Me parecía un paripé. Pero me gusta sentarme en los bancos de cualquier iglesia. Los siento como lugares espirituales y silenciosos que respeto, donde me encuentro y puedo pensar.

¿Hasta qué punto le influía el ‘qué dirán’?

Muchísimo, tenía un sentido del ridículo tremendo. ¡Era una vergonzosa terrible hasta que me di cuenta de todo lo que me perdía! Soy autoexigente y reservada con mi intimidad. Veo a mi hija a veces reflejada ahí y le quito todo ese lastre. La timidez es muy invalidante.

¿Su primer contacto con la muerte?

Ver morir a nuestra perrita Dina. La acaricié mientras la durmieron hasta el final. Fue una despedida dulce y estar presente me trajo paz.

¿Cómo ganó su primer dinero?

Mi padre es tirador de plato y le ayudábamos (mi hermana y yo) en algunas competiciones que organizaba en Montes Blancos. Era divertido; preparábamos almuerzos, recogíamos las canchas, organizábamos los marcadores y lo pasábamos bien entre escopetas.

¿Y el primer arrebato sentimental?

Mi primer amor era un majara genial, cómo me voy a olvidar. Es una suerte cruzarse con alguien de mirada atrevida y apasionada. Nos escribíamos cartas perfumadas contándonos nuestro día a día y cómo nos echábamos de menos, ¡madre mía!, aún las guardo. Me cantó bajo el balcón, escribió mi nombre por todas partes, y me persiguió aquí y allá.

¿Cuál fue la primera canción que memorizó?

‘A quién le importa’, de Alaska, con 3 años.

De todo lo que le enseñaron sus padres, ¿qué caló con más fuerza?

De mi madre, su saber para darme alas de libertad y autoconfianza. Hasta me dejó ser Pippi Lastrum. Hoy aprecio su entrega total a la familia en renuncia de muchos otros caminos individuales. También me enseñó el valor infinito de tener una hermana-amiga, como ella con mi tía, su gemela. Y a saber que siempre hay un lugar donde volver sin condiciones.

Si pudiera viajar en el tiempo y regresar a sus primeros años durante un día, ¿a cuál volvería?

A una Nochebuena en Binaced, nuestro pueblo. Papá Noel entraba cada año por el balcón de casa de mis abuelos. Nos juntábamos a cenar en una mesa con un montón de gente. Aquel año a los padres les dio por hacernos subir encima a cantar, ¡de uno en uno!, para que viniera Papá Noel. Fui incapaz. Hoy subiría con la pandereta a cantar, bailar y a sentir cómo la magia entra por la ventana.  

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