Poesía aragonesa. artes & letras

En la muerte del poeta Rosendo Tello (Letux, 1931-Zaragoza, 2024)

Elegía y recuento por una de las grandes voces líricas de Aragón de todos los tiempos: un autor hondo, musical que buscó la belleza y a la sensualidad

Rosendo Tello escribió una poesía vinculada con su infancia y adolescencia, con la música, el paisaje y el afán de trascendencia.
Rosendo Tello escribió una poesía vinculada con su infancia y adolescencia, con la música, el paisaje y el afán de trascendencia.
José Miguel Marco.

Era el último superviviente. Todos los demás habían muerto. Entre los que no conocí, Miguel Labordeta, Raimundo Salas y Julio Antonio Gómez; y también los que fueron mis amigos: Luciano Gracia, Manuel Pinillos, José Antonio Rey del Corral, Guillermo Gúdel, Benedicto Lorenzo de Blancas, José Antonio Labordeta, Miguel Luesma, José Ignacio Ciordia, Emilio Gastón y Fernando Ferreró. Eran los poetas del Niké, los que conformaron la generación más brillante de la poesía aragonesa de todos los tiempos. Pero nos quedaba Rosendo. Rosendo Tello era ese último superviviente, el único poeta aragonés vivo que podía hablar –de primera mano, sin necesidad de que nadie se lo contara– de las revistas ‘Despacho literario’ y ‘Papageno’, de la Oficina Poética Internacional y de los ‘unguejollos’, ‘jaunakos’ y ‘opicilos’, como Miguel Labordeta calificaba festivamente a los poetas de la OPI, según su mayor o menor categoría.

Rosendo era la historia viva de la poesía aragonesa, el único que podía enlazarnos con Miguel Labordeta (sobre quien ya escribió un esclarecedor texto en el epílogo a sus ‘Obras Completas’ de 1972) y, a través de éste, con las vanguardias y los postistas, con la revista ‘Espadaña’ de Crémer, García de Nora y González de Lama (en la que Labordeta dio a conocer su conocido artículo-manifiesto, ‘Poesía revolucionaria’), con el Celaya que le había editado su ‘Transeúnte central’ en la colección ‘Norte’ y con el Seral y Casas que le publicó ‘Violento idílico’ en aquellos ‘Cuadernos de poesía’ de la Librería Clan; y también con ‘Noreste’ –del propio Seral– y las revistas de la República, por tanto.

El poeta catedrático

Rosendo nos unía, desde luego, a la colección ‘Orejudín’ de José Antonio Labordeta, en la que publicó su primer libro en 1959: ‘Ese muro secreto, ese silencio’ (o como me contaron que decía el malévolo Julio Antonio Gómez: ‘Ese mulo secreto, ese Rosencio’); a la colección ‘San Jorge’, que él inauguró en 1969 con ‘Fábula del tiempo’ y en la que diez años más tarde vería la luz su ‘Baladas a dos cuerdas’; a la colección ‘El Bardo’ que dirigía el editor, poeta y librero José Batlló, en la que apareció en 1973 su ‘Libro de las fundaciones’; o a la ya legendaria colección ‘Poemas’ de Luciano Gracia, a la que entregó ‘Paréntesis de la llama’ en 1975.

Lo conocí siendo yo casi un adolescente y lo quise y lo admiré sin fisuras. Era nuestro Pedro Salinas o nuestro Jorge Guillén, el poeta catedrático (lo era de secundaria, aunque bien podría haberlo sido de universidad) que, a la vez que escribía versos asombrosos y deslumbrantes, estudiaba la poesía de Juan Gil Albert (que fue a quien le dedicó su tesis doctoral), de Ramón J. Sender, de Vicente Aleixandre o de Miguel Labordeta, como hemos visto. En el adiós del Premio de las Letras Aragonesas: Rosendo Tello. En esas memorias cuenta con gracia inigualable los avatares de su nombre de pila: los archivos de Letux habían sido incendiados durante la guerra y no había manera de saber cómo se llamaba en realidad. Durante sus diez primeros años le llamaron Rosildo, hasta que, al ir a solicitar un certificado para su ingreso en la enseñanza secundaria, el cura de su pueblo le dijo que Rosildo no existía y que en puridad se llamaba Rudesindo, nombre con el que vivió buena parte de su adolescencia.

En esas memorias cuenta con gracia inigualable los avatares de su nombre de pila: los archivos de Letux habían sido incendiados durante la guerra y no había manera de saber cómo se llamaba en realidad.

Más tarde, en el momento de la confirmación, el obispo de la diócesis le impuso el nombre de Agustín; y sólo a partir de los 19 años comenzaron a llamarlo Rosendo, esta vez ya para siempre. Y relata historias de su familia tan delirantes como conmovedoras. Las mejores son las de sus tíos: uno murió abrasado por la llama de un candil, otro era un cura rijoso, beneficiado de La Seo, que intentó abusar sexualmente incluso de una sobrina que se hospedó en su casa un par de días y que dejó toda su herencia a unas barraganas con las que había vivido, sin que su familia de Letux viera ni una perra; otro, su tío Florencio, se suicidó por amor en medio de la plaza del pueblo disparándose un tiro de escopeta; y su tío Macario fue fusilado en la guerra cuando se empeñó en volver al pueblo cuando se encontraba a salvo en Zaragoza.

Del silencio y la soledad

Fue siempre Rosendo poeta más próximo a las soledades y los silencios que a las tribunas, las tertulias y los púlpitos, y, aunque a primera vista podía parecer un hombre serio (vestía siempre impecablemente y era frecuente verlo con chaqueta y corbata), tenía un gran sentido del humor y mucha retranca. Le edité en ‘Rolde’, en 2002, ‘Cabaña de la luz’, una colección de diez largos poemas que luego se recogerían en ‘El vigilante y su fábula’, y él me correspondió siempre con cariño y una enorme ternura, me regaló algunos originales a mano (que le gustaba que leyera en primicia) y me dedicó poemas como ‘En el jardín de Epicuro’. Y el día que se le hizo entrega del Premio de las Letras Aragonesas, el más importante de su vida de escritor, eligió viajar conmigo a Huesca, donde iba a tener lugar el acto. Y allí nos fuimos juntos, en el coche del profesor y escritor Víctor M. Juan Borroy, que se ofreció a conducir.

Era también un gran melómano (por tradición familiar, pues en casa de sus padres había veladas musicales todos los sábados), tocaba el piano, la guitarra y la bandurria, y grabó con El Silbo Vulnerado unos poemas con improvisaciones al piano. De ahí pudiera venirle tal vez el incomparable sentido del ritmo que tanto singularizaba a sus poemas. Y era partidario del arte inútil, pues lo inútil, decía, «es lo mejor de la vida». Rosendo Tello Aína se nos marchó el pasado día 8. Tenía 93 años. Hizo el bien, predicó el bien, sembró el bien. Siempre lo recordaremos con amor y admiración.

Rosendo Tello escribió hasta casi el final de sus días. Tras el ictus, lo hacía con la mano izquierda. Soñaba los poemas. Aquí está con su esposa y musa Maribel Sánchez.
Rosendo Tello escribió hasta casi el final de sus días. Tras el ictus, lo hacía con la mano izquierda. Soñaba los poemas. Aquí está con su esposa y musa Maribel Sánchez.
Josian Pastor
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