día del pilar. ocio y cultura

La Zaragoza vivida de Fernando Aramburu

El escritor recuerda, en su nuevo libro, el año que pasó en la ciudad en 1980 y evoca espacios (El Tubo, El Plata) y a algunos profesores

Fernando Aramburu recuerda la Zaragoza de 1980.
Fernando Aramburu, en uno de sus últimos viajes a Zaragoza.
Raquel Labodía.

A mí nunca me ganó la jota hasta que se la oí hace poco a Irene Alcoceba en el Teatro Principal: me pareció un canto general de trilla, amor y llanto con todos los tonos y no solo el grito poderoso que revienta los cielos y encoge las montañas. Sin embargo, a Fernando Aramburu, seguidor de Sex Pistols, Patti Smith y AC/DC, no le desagradaba al mediodía cuando la oía por la radio mientras él cocinaba aquellas acelgas o sardinas que le habían puesto en el mercado de Goya, pesadas a ojo con absoluta generosidad. Dice el escritor en su libro ‘Utilidad de las desgracias’ (Tusquets), y en concreto en el capítulo ‘Zaragoza hacia 1980’, que «la jota abría el apetito», y que por aquellos días asistió a una conferencia-recital de José Antonio Labordeta, «en la cual negó, fruncido de ceño, que él tuviera nada contra la jota».

El autor de ‘Patria’ siempre ha reconocido cuánto le marcó Zaragoza, este «lugarcico» que parecía inferior a «Noñostia» y que le ganó por la amabilidad y el humor de sus paisanos, por su franqueza (el joven escritor acude a visitar a Ana María Navales, «donde le leí dos poemas de mi cosecha que a su marido [Juan Domínguez] no le gustaron», dice, con más humor que rencor). Elogia el Tubo, el Plata, «cabaré en decadencia por aquellos días en que las pantallas de cine rebosaban de pechos, nalgas y otros componentes del cuerpo femenino», y confiesa su amor y respeto por la Universidad de Zaragoza, que fue «la sorpresa más agradable que me deparó la ciudad».

Expresa su admiración por Aurora Egido, María Antonia Martín Zorraquino (que le suspendió) y por Agustín Sánchez Vidal, que hacía tertulia cultural «en un bar de las cercanías». A veces, había conferencias de Juan Goytisolo, Ildefonso-Manuel Gil o Dámaso Alonso, el hombre que todo lo sabía de versos y de otros menesteres etílicos y eróticos.

Zaragoza ha cambiado, se ha modernizado, ha perdido algunos seres tan necesarios (hace nueve años se fue Félix Romeo, el enamorado entusiasta de la ciudad), ha levantado el vuelo y sigue siendo, aún sin Pilares, el «escenario favorable» que él conoció.

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