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  • Alejandro E. Orús

Luto

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Los trabajadores del cementerio de Torrero, durante la peor parte de la crisis sanitaria
Guillermo Mestre

Está todo dicho. Si nos resistimos a enmudecer es por no anticipar el silencio y porque creemos que las palabras no se agotan. Lo hacen, sin embargo, como la llama de las velas o los crisantemos. «No digas palabras suaves como otros ya dijeron», escribió un poeta de 20 años poco antes de morir de un disparo en la cabeza durante la I Guerra Mundial. En sus versos renegaba de alabanzas, lágrimas y honores que intuía próximos. «Es fácil estar muerto», dejó escrito en una triste señal de rebeldía. Todos somos premuertos, espectros destinados a vagar en el silencio de los tiempos y solo los elegidos se hacen eternos con un poema.

Ahora nos rebelamos porque los recuerdos son todavía intensos y porque la pandemia nos ha hurtado hasta el abrazo de la despedida, incluso de aquellos que han muerto por otras causas. No hay misericordia en la distancia ni compasión tras las mascarillas. La vida, como la muerte, se ha vuelto desabrida. Hubo otras plagas, otras muertes, otras vidas y el silencio, imparable, las cubrió igualmente. El homenaje es una insurrección contra el olvido general, un acta que se levanta como testimonio de la memoria. Es fácil estar muerto, lo difícil es estar vivo y recordar. Se apagarán los ecos de los discursos y las homilías, se acallarán los violines, se secarán las lágrimas, se desvanecerán los nombres de las lápidas y se hará el silencio. Pero aún no ha llegado ese día.

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