Por
  • Javier García Campayo

¿Qué podemos hacer por el mundo?

¿Qué podemos hacer por el mundo?
¿Qué podemos hacer por el mundo?
Pixabay

Cuando antes del Neolítico los humanos estábamos organizados como cazadores-recolectores, en grupos de 30 o 40 personas, la supervivencia era el único objetivo de la tribu. La supervivencia como grupo o especie, nunca la individual. 

De hecho, cuando un miembro del grupo enfermaba, como la vida era trashumante con cambios de territorio cada pocos meses, porque se esquilmaban los recursos, el grupo no podía cargar con el enfermo y se le dejaba morir. En aquella época, la importancia del individuo era mínima, ya que lo único valioso era el grupo.

El desarrollo de la agricultura produjo el sedentarismo y los excedentes, por lo que las clases sociales y económicas, inexistentes hasta ese momento, se fueron estructurando y se otorgó una mayor importancia al individuo. Pero pese a ello, las metas e intereses de las personas, incluso las de los gobernantes, solían supeditarse a las preocupaciones colectivas.

Desde entonces, las sociedades han tendido a ser colectivistas, en las que se prima el interés grupal sobre el individual, y que aún es visible en muchos países orientales, en las culturas musulmanas y en los países menos occidentalizados. Sin embargo, la cultura europea ha ido evolucionando hacia sociedades más individualistas y personalistas, donde se valora más la persona y sus intereses que los del grupo. Y, sobre todo, en este último siglo en occidente, el culto al yo ha sido exponencial, cuando no rampante. Así, nuestra sociedad globalizada actual ofrece tal preponderancia a los derechos individuales que, a veces, puede llegar a solaparse con el egoísmo no solidario.

La pérdida de valores religiosos en las décadas recientes ha acentuado el fenómeno del ‘culto a la personalidad’. Algunos sociólogos defienden que la necesidad de fama, una forma de inmortalidad social tras la muerte, se ha convertido en el objetivo de muchas personas, debido a que la existencia de una vida ultraterrena ya no es la creencia dominante. Y este repunte de autocentramiento no se ve contrarrestado por las conductas prosociales y compasivas que todas las tradiciones espirituales fomentan de forma implícita o explícita.

En las situaciones de grandes catástrofes colectivas, desde guerras hasta inundaciones o terremotos, es cuando aparece lo mejor y lo peor de la conducta humanos. Junto a testimonios de inusitado altruismo, que en ocasiones puede acabar con la vida del individuo en su afán de salvar a otros, también se observa la máxima miseria moral que puede segar la vida de otros en la lucha por un simple beneficio económico.

Nuestra actitud puede mejorar nuestro entorno y convertirse en modelo que sea imitado hasta que se alcance una masa crítica que sí tenga impacto

No creo que sea pesimista afirmar que vivimos tiempos convulsos: desde la superpoblación a la emergencia climática, pasando por las tensiones migratorias o la guerra fría encubierta que vivimos, todo son fenómenos amenazantes. Y, aunque ninguno de ellos por sí mismo pueda llegar a ser causa suficiente de la catástrofe, si la coctelera agita todos los ingredientes, podría llegar a saltar la chispa.

Por eso es buen momento para pensar de forma individual y colectiva ¿qué podríamos hacer por el mundo? ¿En qué podemos ayudar a que vaya mejor, en la medida de nuestras posibilidades? Por supuesto la acción de un individuo apenas tendrá impacto, ni siquiera la de unos cuantos. Pero nuestra actitud y conductas prosociales pueden mejorar nuestro entorno y el de las personas que nos rodean. Y convertirse en modelos que sean imitados hasta que, progresivamente, se alcance una masa crítica que sí tenga impacto. Y eso sería una contribución increíble. Gandhi afirmaba que "el mundo cambiaría cuando cada uno de los individuos que lo componen cambie". No es una labor de arriba abajo, dirigida por los políticos, sino de abajo arriba, liderada por la sociedad.

En mi experiencia con personas que se encuentran al final de la vida, una constante es que suelen hacer recapitulación sobre su paso por el mundo. Y cuando miran su vida desde la perspectiva que otorga la ancianidad, siempre se preguntan si su existencia ha valido la pena, si ha tenido sentido. En ese momento, no aparecen temas de éxito o dinero, laborales o de poder. Los dos aspectos que preocupan a la mayor parte de los seres humanos y lo que valoran son: hasta qué punto han amado y han sido amados por otros seres humanos. Y, muy relacionado con todo eso, y motivo de nuestra reflexión, ¿en qué han ayudado a que el mundo vaya mejor?

Siempre comento a mis alumnos que una de las preguntas más relevantes que deberíamos hacernos antes de realizar cualquier acción es ¿en qué ayuda esto a que el mundo vaya mejor? Si no ayuda y, por supuesto, si perjudica, deberíamos desarrollar la grandeza de espíritu de abstenernos.

Javier García Campayo es catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Zaragoza

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