Ostracismo BDS
Las actuales protestas universitarias contra la violencia israelí en Gaza están vinculadas al movimiento ‘Boicot, Desinversión, Sanciones’ (BDS), empeñado desde hace dos décadas en aislar internacionalmente a las universidades israelíes, acusándolas, sin distinción ni excepción, de contribuir al genocidio palestino.
Hasta hace poco tiempo, solo habían secundado tal llamamiento la Universidad de Johannesburgo –respecto a la de Tel Aviv–, dos asociaciones académicas estadounidenses –la de Estudios Americanos y la de Estudios de la Mujer–, así como algunos sindicatos docentes y estudiantiles.
Sin embargo, la respuesta israelí a la matanza de Hamás ha impulsado la campaña BDS. Sin ir más lejos, conozco personalmente a un docente del Reino Unido que está siendo coaccionado por colegas de su departamento para que, por razones éticas y humanitarias, abandone un grupo de investigación internacional, a no ser que un profesor israelí sea expulsado de ese foro.
Este ejemplo es una muestra más –si se quiere, aterciopelada– de que un boicot también puede ser un instrumento de opresión. Por eso, aunque lo apadrinó el mismísimo Mahatma Gandhi, me cuesta admitir que estemos ante un medio ‘no violento’. Antes al contrario, lo considero pariente de los sitios, que, como el que ejerce Israel con su vecino palestino, provocan penuria, hambre y muerte.
En todo caso, el ostracismo académico al que aludo tiene poco que ver con los más precisos que padecieron Charles Boycott, los productos británicos en la India, o el ‘Apartheid’ bóer. Se trata, más bien, de una medida radical e indiscriminada que, conforme a la lógica escatológica del bien contra el mal, propia de los monoteísmos en liza, dificulta el encuentro, el entendimiento y un posible acuerdo.
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