Por
  • Julio José Ordovás

Zaragoza y Pepe Cerdá: Luces de ciudad

El pintor Pepe Cerdá.
El pintor Pepe Cerdá.
Oliver Duch

Me encuentro con Pepe Cerdá en la calle Rufas. Pepe viene de la gestoría, echando las muelas, y yo voy a una papelería a comprarle una carpeta a mi hijo. Pegamos la hebra un rato. 

A Pepe se le pone cara de tertuliano de ‘El gato al agua’ cuando habla de política. Si yo fuera periodista, entrevistaría a Pepe todos los meses porque en quince minutos de conversación sobre cualquier tema de actualidad te da media docena de titulares jugosos y punzantes.

Cerdá es el macho alfa de la pintura aragonesa. Un pintor de los de antes. De los de verdad, que no solo domina su oficio sino que conoce la historia del Arte mejor que cualquier historiador y mejor que cualquier ‘curator’. En España, para poder vivir de la pintura, como para poder vivir de la literatura, no basta con crear un personaje, también hay que saber venderlo. Pepe, que tiene una personalidad arrolladora, se ha creado su personaje y sabe cómo vendérselo a los pocos que todavía compran cuadros, y que son los que mantienen saneadas las cuentas corrientes de los pintores. "No se trata de ser un seductor, hay que ser seducible", me dice. Claro que él es capaz de venderle un aparato de aire acondicionado a un esquimal.

Hablamos de Josep Pla, al que los dos adoramos. Pepe desliza el pincel con la misma precisión con la que Pla colocaba los adjetivos y en sus cuadros, como en las páginas de Pla, siempre hay un brillo melancólico y suavemente irónico. Saca el móvil y me muestra una foto de una de sus últimas obras: una imponente vista de Zaragoza al anochecer. Pepe contempla las luces de la ciudad (y de la modernidad) con el mismo escepticismo con el que Pla se preguntaba, ante el derroche eléctrico de Nueva York: ¿Y todo esto quién lo paga?   

Julio José Ordovás es escritor

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